Los relatos breves que Felipe Fuentealba (Nacimiento, 1982) ha reunido en el volumen
Otoño se leen en un par de horas, pero la satisfactoria impresión que nos dejan permanece durante un tiempo mucho más extenso. Leer estos cuentos significa descubrir a un autor que llega hasta nosotros sin mayores pergaminos ni alardes editoriales (en la solapa del libro solo se indica que ha ganado premios regionales y nacionales), pero sus historias, donde con palabras exactas y precisas se representan las cosas aproximándose a ese estilo inefable del lenguaje poético que comunica diciendo lo opuesto, o no diciendo lo que quiere comunicar, delinean una personalidad narrativa emergente que se puede considerar con toda justicia como novedosa y atractiva.
La interesante arquitectura narrativa que otorga el autor a sus textos despierta de inmediato la atención: la certeza de las palabras se contrapone a la indefinición y ambigüedad de lo dicho. Sus narradores, ya se trate de voces que relatan experiencias personales o que contemplan algo que ha ocurrido u ocurre fuera de ellos, se caracterizan por la meticulosa nitidez con que su lenguaje construye las imágenes de personajes, situaciones y ambientes. Aunque la distancia temporal que existe con lo narrado puede producir confusiones ("En ese momento se le ensombreció el rostro, por decirlo así, aunque quizás me lo invento ahora"), los narradores siempre se complacen en delinear sus imágenes con cuidadosa atención hacia el detalle, al punto que a veces nos parece contemplar un diseño gráfico colocado frente a los ojos en lugar de una figura que está siendo diseñada en nuestra mente por palabras escritas en un texto ("Ella está sentada sobre un sillón azul marino, tiene los ojos cerrados, y con ambas manos se sujeta las rodillas. Su nombre es Marina y el sillón es el sillón de su casa"). Son narradores meticulosos que manifiestan una explícita voluntad para definir lo accesorio ("El hombre subió al auto y enfiló con velocidad hacia la salida de la ciudad. No tardó mucho. A esa hora casi no se veían otros vehículos") y también una preferencia indudable para utilizar animales como personajes axiales de los relatos. Esta minuciosidad lingüística da origen a un estilo que podemos llamar iconográfico y aseverativo, pero es literariamente mal intencionado. Los narradores que diseña Felipe Fuentealba describen lo anecdótico e inmediato, pero silencian lo que sus destinatarios buscan encontrar en las historias: el sentido de lo que sucede, las verdades que explican lo que los ojos ven, lo que se esconde detrás de los detalles o de los comportamientos que han sido dibujados con tanta minuciosidad y artístico deleite. ¿Qué explica el interés hacia los animales de familias que se desintegran sentimentalmente? ¿Qué ha ocurrido en la vida de una atractiva muchacha que en varias ocasiones trata infructuosamente de suicidarse? ¿Qué cruza por la mente de un individuo que se fotografía con gafas nuevas después de golpear a una prostituta de cabaret? ¿Por qué se produce la inesperada separación de los amantes? Los relatos de
Otoño son presentativos; el lector nunca encontrará respuestas en ellos; sólo insinuaciones.
Los cuentos de Felipe Fuentealba, breves, precisos, ágiles y llenos de sugerencias escondidas, se desarrollan en ambientes del sur de Chile donde la lluvia y la humedad funcionan como soportes de la difuminación de los conflictos narrativos. "Otoño", el título de uno de ellos que también se proyecta al volumen, alude muy bien al espacio intermedio, a la distancia que separa las imágenes que contempla el lector y las realidades paralelas o sumergidas que se silencian; doble registro que fuerza a sus destinatarios a asumir una permanente actitud de desciframiento, de sospecha o de suposición. En este sentido, con meritoria y no frecuente calidad literaria, los relatos de
Otoño nos asignan la responsabilidad más importante que un lector experimentado debe asumir: rellenar los vacíos que producen los silencios, voluntarios o no, de las voces narrativas.