Enrique Lihn siempre usaba el ejemplo de esos sapos que, con el fin de intimidar, se inflan aumentando varias veces su tamaño. Lihn graficaba con esto la conducta de individuos que había visto durante la mayor parte de su vida, poetas, pintores o simples especuladores de los submundos culturales. Le daba risa esa necesidad de los tipos por afirmar el ego ante los demás, como si ya la pura conversación distendida les pareciera una amenaza.
Quizás la soberbia sea el pecado propio de la juventud, o de cierta etapa de la juventud: esa fase en la cual se impone la necesidad de derrotar a los mayores sin que se cuente con las capacidades necesarias para hacerlo. Por cierto, estamos hablando de batallas imaginarias, fantasmales. Algunos creen que el reconocimiento público es un bien agotable, y que por lo tanto el hecho de ser ignorados es consecuencia de que los focos están dirigidos a la persona o a la obra de otros que vendrían a ser usurpadores.
El alto concepto de sí mismo debe corresponder a una conducta justificatoria básica. Lo vemos, de hecho, en los más inexpertos y en esos viejos que deambulan por los ateneos tratando de coronar mediante la autoafirmación una vida con harto ruido y poco talento. La soberbia, según Thomas Browne, es "un vicio que cabe en un monosílabo (
pride), pero que en su naturaleza no lo circunscribe ni un mundo".
Por lo general, no asisto mucho a actividades literarias, pero me llegan chismes. Por más que uno se aísle es imposible silenciar del todo los rumores, las opiniones y las recusaciones de la patota gremial, cuyos integrantes, individualmente, son más bien saludadores y genuflexos. Pero cuando se encuentran en sus territorios nocturnos se les trasforman las miradas y aparecen esa muecas que uno no sabe si adjudicar al desprecio o a la incomodidad consigo mismos. Son bichos que se alimentan de alcohol y mala leche.
Ante la bravata de un músico actual -no puedo recordar su nombre- que reclamaba para sí la condición de genio, alguien recordó en internet una respuesta de Jimi Hendrix en una entrevista: Hendrix decía que le molestaba que lo llamaran genio porque esas cosas lo distraían de su trabajo. Para Borges, el concepto de genio era una estupidez.
Aceptar la propia ignorancia es parte de un "rito de cambio", un pasaje de madurez. El simple hecho de decir "no sé" nos ahorraría un gasto considerable de energía, al no tener que adoptar ante los demás estrategias paranoicas. Recuerdo, en este sentido, un programa de televisión de hace unos años, una conversación entre escritores. Parece que en esos días había muerto el filósofo Baudrillard, de modo que uno de los participantes, Pedro Lemebel, se dio el tiempo de homenajear al difunto. Lo siguieron los otros. Cuando le llegó el turno a Alfredo Jocelyn-Holt dijo simplemente: "no lo conozco, no lo he leído".