1988. La encantadora Melanie Griffith encarnaba a una joven secretaria ejecutiva que, calzada de zapatillas, cruzaba todas las mañanas en el transbordador desde Staten Island hacia Manhattan, en busca de sus sueños. De fondo, el skyline se alzaba como un cielo estrellado de ventanas de oficinas. Una Nueva Jerusalén, tierra prometida de los trabajadores que despertaban a la nación, como cantaba magníficamente Carly Simon.
Poco tiempo después, caía el muro de Berlín y Fukuyama pregonaba el fin de la Historia. Las antiguas ideologías ya no explicaban un nuevo mundo capitalizado y democratizado. Las naciones quedaban atrás y se alzaba un nuevo paradigma de ciudades globales que competían por aterrizar las fortunas del mundo en su territorio. Tokio, Londres y Nueva York, con el WTC como mascarón de proa, lideraban las inversiones. Las ciudades del capital se veían desde arriba, desde los
headquarters de empresas transnacionales, celebrando el triunfo de la libre competencia en escalafones de cristal y hierro. Las ciudades de plata, los rascacielos rutilantes que saludaban el día eran el paisaje de las oportunidades que rogaba por ser tomado y que intentaron emular todas las economías emergentes.
11 de septiembre de 2001. Petrificados frente a la televisión veíamos cómo un segundo avión se estrellaba contra las torres. Ya no podía ser un accidente. Antes de que pasaran dos eternas y angustiosas horas, vimos en directo desplomarse a las dos gigantes; una primero y luego la otra, como si se las jalara desde abajo, vencidas. Terroríficamente incomprensible, siniestramente vulnerables. La imagen apocalíptica de la destrucción de Manhattan a la que con majadería había recurrido el cine, se materializaba cruda y humana, sin efectos especiales, sin olas gigantes, extraterrestres o meteoritos.
Quince años atrás, con las torres se derrumbaba el modelo de un imaginario urbano. Un sueño que tenía también su propia pesadilla. Nunca más volvería a ser tan dulce la cima del mundo ni tan banal desear derribarla.