¿Hablamos igual a un niño de seis años que a uno de 15? ¿A la amiga del alma que a nuestra madre?
Es probable que uno de los aprendizajes más tempranos que hacemos los humanos es distinguir quién es nuestro interlocutor. Cambiamos no solo las palabras; también las inflexiones, los ejemplos, el tono, la velocidad. Nadie nos enseña en detalle, vamos aprendiendo de qué manera hacer que el otro comprenda lo que queremos decir. Eso es, ni más ni menos, saber comunicarse.
Si el otro no importa y yo digo lo que quiero decir, la probabilidad de comprensión del mensaje y de entendimiento entre las partes será ineficaz.
Es corriente que los grandes especialistas hablen de lo propio sin importarles el nivel de comprensión del público. Dijeron su mensaje, y que cada uno haga lo que pueda. Eso es lo que llamamos falta de empatía. Porque el otro sí importa. De lo contrario, mejor el silencio.
¿Cómo pasar de la determinación de decir lo que queremos decir y hacerlo comprender al otro? Por un lado está la sensibilidad individual. Hay personas que dan a entender lo que quieren decir como si percibieran con nitidez cómo el otro va siguiendo y comprendiendo. Hay otros que no saben hacerlo, en parte porque no están atentos a la mirada del otro. En esa mirada, ya sea de un público general o de una persona particular, está la respuesta de la calidad de mi comunicación. Por eso las grandes corporaciones dan tanta importancia a la percepción empática en la formación de sus líderes.
Pero en la vida cotidiana dan ganas de decir lo que se nos antoja, cuando se nos antoja y sin consideración alguna al otro. Es ahí donde nacen muchos problemas de comunicación que si no se resuelven se hacen severos y la relación se deteriora gravemente.
Hablar puede ser una manera de desahogo, legítima. Pero no es comunicar contenidos. Lo que comunico cuando hablo por hablar es lo que siento, es el estado de ánimo. Es la saturación o el cansancio o la rabia o la dulzura. Y está muy bien, siempre que sepamos que no podemos pedirle cuenta de los contenidos comunicados a quien nos escucha. Eso es trampa. Y esa trampa es la que hacemos con aquellos que viven con nosotros o nos conocen mucho.
"En la vida cotidiana dan ganas de decir lo que se nos antoja, cuando se nos antoja y sin consideración alguna al otro".