La mujer bajó del tren. Era la noche, era el conurbano. Su casa estaba en la ciudad -a más de una hora de viaje- pero ella se movía por amor. Era viernes y tenía un plan con su novio, que vivía en las afueras. El hombre la esperaba con el auto en la estación. Ella lo vio y sonrió primero, pero después hizo un gesto de desconcierto. En el asiento trasero estaba el hijo del novio. La madre del niño había burlado -una vez más- el régimen de tenencia y lo había dejado en la puerta de la casa paterna con alguna excusa inverosímil.
La mujer respiró hondo; su cabeza era una larga lista de ítems que iban quedando tachados en el acto: no charla, no película, no sexo, no cena romántica, no música tranquila. Contó hasta diez para no llorar, intentó consolarse. Cuando se ronda los cuarenta años, los hombres disponibles tienen problemas psiquiátricos o tienen un pasado con ex mujeres e hijos -o incluso pueden tener todas las condiciones juntas-. En el caso de su novio, al menos no era psiquiátrico. Así que sonrió, le dio un abrazo cálido y un beso breve, saludó al niño y se fueron los tres a la casa.
En el camino, mientras ella pensaba en qué se podría hacer con la criatura ahí -¿había llave en el dormitorio? ¿por qué él no usaba llave en el dormitorio?- sonó su teléfono móvil. En la pantalla se leía la palabra "mami": todavía llamaba así a su madre. Atendió. Del otro lado se escuchó una voz jadeante:
-Estoy mal, necesito que vengas.
Su madre respiraba con dificultad, sumida en algo que podía ser un infarto, una crisis de nervios, o un ataque alérgico que le estaba cerrando las vías respiratorias. ¿Qué pasaba? Su madre no era clara y jamás la había llamado así; debía ser grave. La mujer cortó y empezó a llorar y jadear, como si en esa respiración rota estuviera encarnándose una herencia. Así como los padres dan la vida, con su agonía empieza el legado de la muerte.
-Mi mamá está mal, necesito que me lleves a la ciudad -dijo en el auto. Él pidió detalles: qué había pasado. El niño intervino:
-¿Se va a morir?
La pregunta era un augurio morboso: el chiquito quería acción. La mujer lo odió.
-No sé -fue la respuesta. Luego corrigió: -No va a morir.
El auto rumbeó hacia la capital. Eran las diez de la noche. El niño hacía preguntas, el hombre hacía silencio, ella hacía llamados. Su madre -viuda- estaba sola. Había que dar con alguien que llegara cuanto antes. Llamó a una vecina: no respondía. Llamó a una amiga que vivía cerca: tampoco respondía. Llamó entonces a su ex marido, que ese viernes estaba con el hijo que ambos tenían en común: atendió.
-Pasa algo con mi madre. No sé con qué vaya a encontrarme -dijo.
El hombre se mostró preocupado. Cortaron. Ella volvió a llamar a su madre para intentar tranquilizarla, pero ni bien atendía la señora empezaba a jadear. Cortó. Unos minutos después vibró el teléfono móvil: era un mensaje de su ex. "Tiene una distensión abdominal". "¿Distensión abdominal? ¿Te lo dijo con esas palabras?". "Sí". Sintió fastidio: con el ex marido -esto es, con su ex yerno- la madre hablaba, pero con ella -su hija- agonizaba.
-¿Se muere? -en el auto, el hijo de su novio insistía en buscar un desenlace interesante.
-No se muere -respondió ella, como si hablara de un destino.
Su madre no conocía al niño; apenas había visto fugazmente a su padre: al novio. "Buena forma de pasar el primer rato juntos" pensó ella mientras estacionaban en la puerta de la casa materna. Momento: delante estaba acomodado el auto de su ex. El hombre -sabría en unos minutos- se había asustado tanto que había dejado al hijo con su primera ex pareja -madre de sus hijos mayores- y había corrido hasta la casa de su segunda ex suegra. La mujer imaginó el cuadro ampliado y la cabeza se le llenó de mamushkas: cada escena tenía tantas ramificaciones que el evento médico empezaba a perder relevancia. ¿Era buena idea que su ex -a quien ella había dejado- conociera a su nueva pareja? Por supuesto que no. La separación llevaba algunos años, pero la discreción venía siendo la clave de un trato cordial, o al menos prolijo.
En cualquier caso, no había opción. La mujer entró a la casa; su madre estaba arriba.
-Quiero subir -dijo el niño.
-Ni se te ocurra -dijo su padre.
Subió sola. En el dormitorio encontró a su madre doblada en dos, y a su ex marido poniéndole el calzado. Miró al hombre: había estado casada con un gran tipo.
-Gracias -dijo.
-Tiene que ir pronto a una guardia -fue la respuesta. Juntos ayudaron a la señora a ponerse de pie y bajar las escaleras. Conforme lo hacían, iban apareciendo las caras del novio y el niño.
-Qué lío que armé -susurró la madre a su hija. Ya no jadeaba.
Una vez abajo, el ex marido le tendió la mano al novio y le dijo algo al niño; la madre miró a todos con ojos calamitosos; el niño dijo "hola"; y la mujer trató de que todo ocurriera del modo más rápido y confuso posible. Salieron. El ex subió a su auto y se fue, y el resto se metió en el coche del novio. Una vez en la clínica sentaron a la paciente en una silla de ruedas.
-¿Puedo llevarla? -preguntó el niño. Respuesta afirmativa: que se entretuviera con algo. De ahí en más, hasta que los médicos decidieran que eso era una hernia y que había que operarla de urgencia, la señora y el niño se la pasarían dando vueltas por los pasillos; el novio haría esfuerzos por no quedarse dormido en una silla; y ella lo tomaría de la mano y se ocuparía de firmar papeles de internación. Si alguien viera la escena -una abuela, un niño, un hombre, una mujer- pensaría que esa es una familia normal. Y tal vez, en cierto modo, lo sea.