Pocos fenómenos han resultado tan evidentes como el fervor masivo con que se recibió el juego Pokémon Go. Un día feriado o a cualquier hora de asueto, salga usted al espacio público y mire a su alrededor. Inmediatamente podrá reconocer a un sonriente cazador de alimañas virtuales que percibe el mundo a través de su celular. Con muy poca práctica, podrá identificar el lugar de una Poképarada o, mejor aún, un Gimnasio, en donde se concentra un especial número de engendros y trofeos y, por lo tanto, de ávidos jugadores. El juego ha cartografiado la ciudad con impresionante verosimilitud, asignando un nuevo interés a un sinnúmero de hitos, algunos relevantes y otros, hasta ahora, triviales.
En su lectura homogénea de la ciudad como tablero de juego, la aplicación pone en incómoda evidencia la banalización del espacio. El sábado pasado se cumplían 71 años del bombardeo a Hiroshima y las autoridades de la ciudad urgían a la empresa Niantic para que erradicara a sus animalejos del parque de la Paz antes de la ceremonia. Lo consiguieron y también el museo del Holocausto en Washington, pero la misma batalla la tienen que dar otros sitios de conciencia, como los memoriales del 9/11 en Manhattan o el del holocausto en Berlín, Auschwitz y la propia Villa Grimaldi en Santiago.
Los lugares en conflicto se multiplican por razones de peligro y legalidad. Mientras algunos sostienen que son los propios usuarios los que deben regular su comportamiento, otros abogan por una fuerte edición de contenidos. Esta es una nueva forma de controlar los centros de atracción, abriendo un inconmensurable espectro de posibilidades. La comercial es la más evidente, siendo la venta de paradas auspiciadas el negocio fuerte detrás del juego. A la vez, una marea de jugadores ha colmado los paseos públicos alrededor del mundo, lo que parece encomiable y promisorio. Pero no nos engañemos, porque la sensibilidad y las motivaciones para moverse en la ciudad ahora las comanda Pikachu. Y esto es solo el comienzo.