Fue Roberto Brodsky quien andaba trayendo ese libro en el patio de la universidad a comienzos de 1981: El idioma de los gatos y otros cuentos , de Spencer Holst, traducido y publicado en Argentina por Ediciones La Flor. Recuerdo que era una tarde soleada en que el lugar estaba especialmente vacío, sin alumnos, una tarde de conversaciones lentas y somnolientas en los deslindes campestres del campus. El hecho es que me llevé el libro prestado y su lectura -en la liebre- fue un deslumbramiento. Se trataba de una novedad total, a pesar de que había sido publicado diez años antes.
Fue tanta la extrañeza, que necesité prestar el libro a mi vez a otros amigos, incluido Rodrigo Lira, y el círculo fue ampliándose. La extrañeza procedía probablemente del cruce que se daba en los textos entre un lenguaje de cuento infantil con realidades a veces crudas, con derivaciones a veces absurdas, con reverberaciones a veces metafísicas. Y todo contado muy rápido, en formato muy breve. En ese momento relacionaba la escritura de Holst con Kafka, con Emar, con Michaux y con un relato de Roberto Arlt llamado "La luna roja".
En realidad el libro desapareció al poco tiempo. Durante años lo estuve buscando bajo un título equivocado: El lenguaje de los gatos y otras comunicaciones. Del autor no había retenido ni el nombre, por tanto era muy difícil dar con él a partir de unas pocas pistas falsas. Los otros involucrados en su lectura tenían recuerdos más vagos que los míos en cuanto a detalles bibliográficos. Hay libros que tienen una especie de vocación de ocultamiento, de secreto. Parecieran aspirar más que al mármol de Horacio a una franja de humo limítrofe con el olvido. Y reaparecen de repente, cuando uno ha bajado la guardia y ha renunciado a averiguar más.
Claro, recientemente encontré -y descargué en PDF- la segunda edición de El idioma de los gatos , con un prólogo de Rodrigo Fresán en el que pone al libro en una esfera similar a la que he sugerido: como objeto prodigioso cuyo conocimiento producía una sensación de complicidad entre sus lectores, una cercanía como de iniciados. A él se lo había pasado Daniel Levinsky, fundador de Ediciones La Flor, hacia 1976.
Son varios los relatos memorables, comentables, procesables de este pequeño libro complejo, cuya magia no ha retrocedido con los años. Pero hay uno que a mí particularmente no se me olvidó jamás: "Miss Lady", la historia de una niñita de tres años que va por un camino de tierra, llorando porque su hermano se le adelanta todo el rato, hasta que ella se cae y el hermano se apura más y la abandona.
Todo lo que sigue en ese cuento es la compresión de una vida entera en unos cuantos párrafos: la vida de una niña perdida. Es como una biografía acelerada. Se da el vértigo de una distancia remota entre la escena de la niña que cae en el camino en una nube de polvo y el comienzo del párrafo final: "Ahora es prostituta en Buenos Aires".