En medio de las decenas de rostros familiares que desfilan por "Neruda" -actores chilenos de teatro, TV y cine, algunos con roles importantes, otros con sólo un par de líneas de diálogo- hay una aparición que no se borra. La de Amparo Noguera como una mujer pasada de copas que, entre admirada y desencantada de encontrarse junto al poeta en una fiesta clandestina, no resiste la tentación de espetarle algo que los espectadores del filme ya han ido pensando durante la proyección: ¿qué hay tan de especial, después de todo, en este sujeto vano, carnavalesco y contradictorio que tenemos delante? ¿Qué nos conmina a homenajearlo y a encontrar lo mejor de nosotros mismos en sus estupendos versos? Más vale que haya algo más ahí, algo infinito e inatrapable; de lo contrario, lo único que nos quedaría es el reflejo de nuestra propia miseria.
Se trata de una sensación que invade la película de punta a cabo, fundiéndose por completo con la columna central del relato, la gran historia épica en la vida del artista: el año en que de Senador de la República pasó a ser el hombre más buscado de Chile; la crónica de sus días como prófugo, escribiendo a saltos y resaltos el Canto General, y rematada dramáticamente por su posterior escape hacia Argentina, a través de la Cordillera, guiado por arrieros. Es, en verdad, un material harto más atractivo que la fantasía de un Neruda escribiendo poemas de amor para un cartero que los necesita con urgencia; pero, claro, la leyenda viviente que aparece retratada en "Il Postino" poco y nada tenía que ver con la cosa real; era, más bien, un artefacto diseñado para generar falsa cercanía, esa que se divisa hoy en las selfies que la gente común y corriente se saca muy sonriente con los famosos de turno.
Y lo que menos posee el Neruda imaginado por Pablo Larraín -director del filme- y Guillermo Calderón -su guionista- es esa prefabricada "cercanía". Dice mucho de las intenciones de la cinta que su personaje principal (encarnado por Luis Gnecco) esté continuamente cambiando de disfraces, profesiones, apariencias e incluso de identidad: pasar de impecable terno negro a pomposo traje blanco, de congresista a presunto empresario bananero y luego a falso ornitólogo, de lampiño a barbado, de Neftalí Reyes a Pablo el escritor y después a Antonio Ruiz Legorreta (el nombre con el que escapó de Chile), como si todo en su figura estuviese en constante flujo, escurriéndose de cualquiera que intente atraparlo para quedarse con un souvenir del genio; o peor aún, un recuerdo del hombre.
Tal vez es por eso que, en vez de apostar por la biografía, el testimonio y el respetuoso apego a los hechos -porque la película se toma bastantes libertades con lo que realmente ocurrió, como consignó hace unos días en carta a este mismo diario Víctor Pey, el amigo español que ayudó a Neruda en su huida-, los realizadores hayan optado por reforzar el lado imaginario de la anécdota y plantar al centro de ésta la figura de Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), como el funcionario encargado de seguir sus pasos hasta las últimas consecuencias. Es cierto que una persona con ese mismo nombre fue director de la Policía de Investigaciones durante un par de meses, al final de 1952, en los días postreros de la presidencia del tenaz perseguidor de Neruda, Gabriel González Videla; pero el apasionado sabueso que retrata la cinta -concentrado en su trabajo hasta el borde de la caricatura- tiene plena vocación de personaje ficcionado: del mismo modo en que la misión de ubicar al artista se apodera de su vida de forma casi irracional, él toma firme las riendas del filme, convirtiéndose en su narrador, coprotagonista y principal hilo conductor. En un cuento de detectives tradicional, alguien como Peluchonneau sería el encargado de encontrar las pistas y armar el rompecabezas; pero a medida que más avanza su cacería, más disparatada le parece. Como si él mismo se hubiera convertido en otra más de las fecundas ensoñaciones nerudianas; como si de efectiva bestia de presa, de pronto pasara a ser un personaje más en busca de su autor.
Una fuga y otra fuga
Éste es, quizás, el hallazgo más bello del filme; no sólo porque, por unos momentos, convierte las escenas en juguetones laberintos narrativos, con un Neruda que va tejiendo a conciencia una suerte de telaraña diseñada para aprisionarse a sí mismo; sino porque además expresa en imágenes el dilema planteado por el personaje de Amparo Noguera en mitad de la cinta: la diabólica relación entre los creadores y sus audiencias, el persistente ciclo de atracción y repulsión que se genera entre ambas partes, el impulso del autor por fundirse con sus obras y su público para luego separarse y desconocerlos con la misma energía y violencia. Hace exactos diez años, Pablo Larraín transitaba (y, en esa ocasión, se tropezaba) por esta misma ruta con "Fuga", su filme debut. Vaya como cambian los tiempos. Lo que en esa producción era intuición desbocada, un atado de conjeturas y dudas irresueltas, en "Neruda" se despliega con perspectiva y mano segura; pero, guardadas las diferencias del caso, ambas películas poseen un similar punto de partida: un hombre emprende la detectivesca búsqueda de otro -un genial artista fugado- que en el empeño por ir borrando sus huellas acaba por desperdigarlas en el camino, ante la mirada de un protagonista que las recoge mientras su propia personalidad se desintegra.
Ese, básicamente, era el dilema que en "Fuga" enfrentaba Ricardo Coppa, el investigador que seguía los pasos del elusivo y enloquecido compositor Eliseo Montalbán Subercaseaux, mientras la propia película tambaleaba desde sus cimientos víctima de su operática artificialidad. Lo interesante del nuevo filme es que toda esa desbocada invención se agita aquí en forma subterránea, pulsando por escapar. Uno lo percibe en el torrente de cartas que Neruda envía con párrafos y más párrafos de "El Canto" a sus amigos y aliados; en la tensa y demencial mirada de Alfredo Castro, monolítico en el papel de González Videla; en la seguidilla de novelas policiales -de la colección El séptimo círculo, que en esos mismos días dirigían Borges y Bioy Casares- que Neruda le va dejando a su policía favorito tras cada huida, como si fuesen las migajas que Hansel y Gretel dejaban en el bosque.
En "Fuga", el distorsionado encuentro entre Coppa y Eliseo tenía visos de naufragio, con ambos personajes y un piano flotando en el mar en una balsa. En "Neruda", todos los caminos llevan hacia arriba, hacia un encuentro entre Pablo y Óscar a medio camino entre el cielo y la cordillera; un escenario que recuerda vagamente el cruento duelo final en la reciente "The Revenant", ("El Renacido") sólo que en esta ocasión no hay espacios para brutales apocalipsis privados: esta reunión entre creador y criatura, este mirarse al espejo, este regreso al origen, sabe más a real que a mitología; con el autor abrazando su obra y ésta escapándose libre, más allá de su control.