Evoco el mito fundacional del pueblo de Israel, que habiendo sido librado de la esclavitud por Dios y guiado por Moisés hacia la Tierra Prometida, vagó 40 años por el desierto, alimentado nada más que de lealtad y esperanza. Pienso en las 116 familias de un campamento precario, ubicado a orillas del río Mapocho en Maipú, a las que el municipio les ha negado un terreno en la misma comuna donde construirían las viviendas definitivas por las que han ahorrado y luchado durante 10 años. ¿La razón? Los eventuales vecinos no los quieren cerca: son pobres, sospechosos, indeseables. Claro, es época de elecciones; y tanto el alcalde como el Concejo prefieren la condescendencia que la conciencia.
A la tara histórica de Chile, que es su clasismo (y arribismo), hay que sumarle una contemporánea, que es la indiferencia, alimentada ya por dos generaciones de individualismo salvaje, la ausencia de un Estado atento y capaz de equilibrar las dificultades propias de la convivencia humana, y la desaparición de todo sentido solidario, que hoy en día parece quedar reducido a unos discretos actos de caridad. No es así en el resto del mundo, y no siempre fue así en Chile. En Norteamérica y en Europa occidental existen desde hace largo tiempo poderosos instrumentos legales de planificación y desarrollo inmobiliario que promueven -y a veces obligan- la integración social efectiva en las ciudades. La integración se traduce en riqueza cultural y social, garantiza ciudades más satisfactorias y, por lo tanto, más seguras.
A partir de la década de 1960, cuando Chile era moderno y aspiraba a alcanzar a las sociedades más desarrolladas y progresistas de la posguerra, se materializaron reformas trascendentes: la educacional (instrucción básica obligatoria), la agraria (que acabó con un sistema colonial y empoderó a la sociedad en torno a organizaciones civiles, como centros de madres y juntas de vecinos) y, en una época de fuerte crecimiento urbano, con la necesidad de mejorar la calidad de la vivienda y la planificación de las ciudades, la creación del Ministerio de Vivienda y Urbanismo. Una dependencia del nuevo ministerio fue la Corporación de Mejoramiento Urbano (Cormu), que tuvo la capacidad de expropiar, comprar terrenos o asociarse con el sector privado para proyectos de beneficio social, como la remodelación de espacios públicos y la provisión de vivienda económica. Las ciudades chilenas le deben mucho a la Cormu. Sobreviven los despojos de lo que fue una de esas iniciativas: la Villa San Luis de Las Condes, un conjunto de 1.000 viviendas de muy buena calidad y tamaño para familias de escasos recursos, aunque fueron eventualmente desalojadas y ocupadas por el Ejército, luego fueron enajenadas y hoy yacen abandonadas. Debemos recuperar el modelo de desarrollo urbano de la Cormu, con esa visión magnánima y de largo plazo que alguna vez tuvimos, tal como existe hoy en las mejores ciudades del mundo.