Para ubicarse cuáles son las expectativas nacionales en los Juegos Olímpicos que empiezan mañana basta revisar tres declaraciones: El presidente del Comité Olímpico de Chile, Neven Ilic, afirma que con una medalla en Río 2016 queda feliz; la ministra del Deporte, Natalia Riffo, asegura que su mayor satisfacción es que los deportistas chilenos participen en los Juegos Olímpicos, y para terminar, la de la mayoría de los chilenos aspirantes a medallas o participantes que coinciden, cómo no, en que las distancias con los deportistas de élite que van a disputar una presea siguen siendo astronómicas.
Pasan los años, los ciclos olímpicos, las generaciones de deportistas y los grupos de poder que asumen las políticas deportivas, y el discurso de todos sus actores no se modifica un ápice. Vamos a ganar experiencia, vamos a rozarnos con el deporte de alta competencia, vamos a ver cuánto avanzamos, pero nunca mostramos la convicción plena por ganar una medalla olímpica. Es efectivo que hay muchos imponderables y factores que influyen en la obtención del mayor objetivo, pero está incorporada al ADN del deporte federado chileno una máxima: a los Juegos Olímpicos no vamos a competir, vamos a perfeccionarnos en el ítem participación.
Siempre ha sido difícil conceptualizar a los chilenos que van a los JJ.OO. Calificar de fracaso un desarrollo deportivo que no termina en medalla, en muchos casos es de una injusticia insultante tratándose de un amateur que de profesional solo tiene el espíritu. Esa distancia astronómica a la que apelan los deportistas es una realidad tan evidente en ciertas especialidades, que incluso hacer un cuadro de análisis comparativo resulta ridículo.
Pero donde sí la argumentación comienza a debilitarse es cuando nuestros representantes no son capaces de demostrar en la competencia las razones por las que llegaron a "participar" en una justa olímpica. Que los 42 chilenos que van a Río 2016 no mejoren sus marcas o los lugares que conquistaron en ediciones anteriores es un retroceso que no amerita discusión ni disculpas, y que, en consecuencia, debe determinar una evaluación técnica rigurosa para futuros planes.
Por eso, la óptica política de la ministra Riffo, quien se contenta con que los deportistas chilenos se pongan la camiseta y corran, salten y jueguen, es dañina en su naturaleza y refleja fielmente lo que el Estado entiende como aporte y la evaluación del mismo. Privilegiar por el número duro de participantes y dejar que el rendimiento sea laxo; apuntar a la cantidad por sobre la calidad, preferir ver a la delegación desfilando con la bandera chilena flameando antes que al deportista subiéndose al podio, revelan una mirada añeja, paternalista, una fatal ausencia de ambición y visión de progreso propia del siglo pasado, cuando las distancias eran aún más siderales y el apoyo limitadísimo.