"La vida no puede vivirse sin dobleces, sin ocultar historias vergonzosas en el dobladillo de la falda", escribe Galleta, la protagonista y narradora de Las Lunas de Atacama . El lector pronto descubrirá que tales reflexiones no solo apuntan a una historia que se ofrece como laberíntica y hasta cierto punto enigmática; también pueden aplicarse a la manera un tanto desorganizada como Galleta redacta su discurso.
Galleta es el apodo de Wyetta, la hija mayor de una acaudalada familia inglesa que alrededor de 1920 poseía varias minas en la pampa salitrera. Su apellido es Eastman y ha sido educada por su madre Victoria, la "gringa Vicho", como la llaman los pampinos, siguiendo normas de etiqueta y comportamiento característicamente británicas. Pero mientras sus padres y su hermana Madeline son altos, blancos, rubios y delgados, Galleta es "morena y moteada y circular y bajita". Diferencias tan visibles empujan a Galleta a sospechar que sus orígenes no son Eastman y que en Santiago resolverá el enigma de su nacimiento y verdadera identidad. Obsesionada por descubrir a su madre biológica, y poco antes de cumplir dieciocho años, Galleta huye varias veces de la casa familiar de Antofagasta como polizón a bordo del tren Longitudinal Norte, el desaparecido Longino. Desde el mismo inicio del discurso queda explícito, pues, que el motivo central del argumento de Las Lunas de Atacama será el problema de la identidad, cuya revelación se obtiene, en el caso de la novela de Andrea Amosson, gracias al viaje de descubrimiento.
Galleta narra la historia de sus conflictos familiares varios años después de que sus escapadas le otorgaran, finalmente, la recompensa que perseguía. Se sitúa en un tiempo cuando ya no es la muchacha colérica, resentida e irreflexiva que convertía a su madre Victoria en víctima de sus arrebatos. Ahora, mirando hacia su pasado, descubre que la identidad no es fácil de encontrar debido a los dobleces y ocultamientos de la vida. Cuál más, cuál menos, los personajes principales de la novela comparten identidades perdidas u ocultas: el niño que Galleta encuentra en el tren donde viaja de polizón hacia Santiago y que al parecer es el único sobreviviente de una matanza de obreros que ha tenido lugar en Iquique, algunos años después de la masacre de la Escuela Santa María; su amigo Ulises, nombre irónico para el jefe de una destartalada estación de trenes abandonada en la inmensidad del desierto; su tío Navidad, que se transforma al final de la historia, e incluso su madre, la "gringa Vicho", cuyas revelaciones ponen punto final a las búsquedas de Galleta.
El texto de Andrea Amosson logra crear, con apropiados trazos pictóricos y fuerza dramática, la fisonomía del desierto salitrero como un espacio devorador que actúa de manera similar a la selva de José Eustasio Rivera: "El desierto cantaba y sus notas sutiles atrapaban a los hombres, les atraía con la promesa de un encuentro celestial para luego sujetarlos con el yugo de la labor minera y despiadada, bajo un sol de bestias". Lo mismo puede decirse de las descripciones del mundo humano que transportaba el Longino o de algunos barrios tradicionales y también desaparecidos de Santiago. El aspecto frágil de la novela nace de la inestable relación entre una historia bien imaginada y la manera de comunicarla al destinatario. Galleta organiza su discurso utilizando asociaciones temporales que hacen zigzaguear al argumento de manera injustificada y que al no quedar claras en la percepción del lector tornan confusa su cronología y repiten sin necesidad informaciones ya conocidas. Queda también un cabo suelto en la caracterización de la protagonista: ¿por qué el empeño de Galleta para buscar a su madre en Santiago siendo que sus rasgos son inconfundiblemente "altiplánicos"?
Las Lunas de Atacama ofrece una historia interesante, motivadora, bien ambientada y cuyo desenlace revela optimismo y confianza en el ser humano, pero el discurso de su voz narrativa hubiese necesitado, sin duda, una elaboración más cuidadosa.