Confieso sin problema mi gusto por las polémicas estériles (me dan miedo las demasiado fértiles). Aunque nadie me lo ha preguntando todavía, aunque no tenga la menor influencia en la decisión final, aprovecho este espacio para dejar en claro que entre todos los nombres meritorios que postulan al Premio Nacional de Literatura de este año, voto por Claudio Bertoni.
Lo elijo por puras malas razones: voto por Bertoni porque no es mujer ni diaguita, mapuche ni ñuñoíno. Lo hago porque no tiene amigos ni enemigos en el jurado, porque ha vivido un poco alejado de la escena, pero sin despreciarla ni hablar mal de ella, solo lejos por una especie de infinita timidez, por una necesidad infernal de concentrarse en sí mismo.
Voto por Bertoni porque no tiene profesión conocida, a no ser la de fotógrafo y poeta, las dos cosas en calidad de eterno aficionado. Voto por Bertoni porque no hace clases en universidad alguna, ni de Estados Unidos ni de Chile ni de Nueva Zelandia. Voto por Bertoni porque no pudo o no quiso pensar que la poesía era una actividad sabática, algo que se debía enseñar, investigar, documentar, sino que algo que le tocó hacer para justificar su incesante no hacer nada útil.
Voto por Bertoni porque, aunque vivió en Londres al comienzo de los años setenta, nunca se pudo sentir del todo exiliado, y solo perteneció, junto a Cecilia Vicuña, a la incierta Tribu No, un grupo casi hippie que supo antes que nadie que la negación en Chile era la única forma de afirmar algo. Voto por Bertoni porque fue un mal militante de cualquier causa, pero describió mejor que nadie el toque de queda y el estado de emergencia en que aprendió el límite de todo.
Voto por Bertoni porque no representa a ninguna tendencia dominante ni dominada, porque no es una víctima de la opresión ni parte de los opresores. Voto porque no es hijo ni padre de nadie, a no ser la herencia para siempre desheredada de Nicanor Parra pasado por Thomas Merton y el jazz, y los zapatos abandonados en la arena de la playa.
Voto por Bertoni porque, aunque sería feliz seguramente con la suma del premio, ha vivido toda su vida con mucho menos, sin pedir nada a nadie, como si la carencia fuese su propia fiesta. Voto por Bertoni porque tampoco tiene, que yo sepa, viuda posible y familia arruinada que salvar con el premio, cuyos caudales, estoy más o menos seguro, no servirán para fundar escuelas para sordos mudos, fomentar nuevos talentos o comprarse un computador mejor, sino para renovar las formas diversas del aislamiento programático en las playas de Concón.
Voto por Bertoni, en resumen, porque no necesita el premio nacional, pero el premio nacional lo necesita a él. Voto por Bertoni porque tiene lectores sin él, porque sin o con premio renueva esa olvidada tradición de que la poesía no sea solo un asunto de poetas. Voto por Bertoni en sustancia porque no ha hecho nada para merecer el premio (a no ser escribir estupendos versos).
Esa, me parece, es la razón principal para entregar a alguien un premio como el nacional (o el Donoso o el Neruda o el Manuel Rojas, el FIL o el Nobel): no hacer nada para ganarlo ni para no ganarlo. Hacer mérito, ojalá, para no ganarlo, como hizo Pedro Lemebel, que merecía el premio Donoso ya solo por el hecho de ver ruborizarse en su tumba a José Donoso, que escribió y vivió para no ser Lemebel, tanto como Lemebel escribió y vivió para justamente no terminar siendo un José Donoso.
Un premio literario debería recompensar eso que nadie más premia, el atrevimiento improbable de ser uno mismo hasta su propia frontera. Está bien que los gane habitualmente Ricardo Piglia, porque habita cómodamente todo el territorio de la literatura, pero sería mejor que los ganara alguna vez César Aira, que vive en sus fronteras. Es lógico que se los gane Mario Vargas Llosa porque trabaja mucho, pero habría sido más productivo, más necesario, más urgente, que se los hubieran ganado más frecuentemente Puig, Fogwill, Ibargüengoitia, Eielson, que trabajaron más en ser escritor que en hacer novelas meritorias.
La literatura debería ser el terreno vedado en que el que la sigue no la consigue. Un lugar donde los valores del esfuerzo y el tesón deberían ser cuidadosamente escondidos, como esconden los acróbatas el sudor de sus músculos a la hora del triple salto mortal. El premio nacional debería enseñar que en literatura, como tantas otras cosas en la vida, hacerlo mal es una forma como cualquier otra de hacerlo mejor.
Los premios deberían ser al final como la aguja que clava en el insectario las mariposas extrañas, los ejemplares de colección que hemos sabido en las lejanas selvas y los prados perdidos recoger. No deberían celebrar ni el éxito ni el fracaso de un escritor, sino la diversidad de la flora y la fauna que se arriesga a escribir y escribirse en esta tierra.