Antiguamente, las cocinas eran un mundo separado del habitar cotidiano de la casa. Más conectadas con el exterior que con los salones, eran un recinto de servicio de cuyo misterioso funcionamiento asomaban los alimentos ya preparados y servidos. En las nuevas viviendas del Movimiento Moderno la cocina comenzó a integrarse al estar y al comedor, pero solo como un dispositivo pragmático; un engranaje más de la máquina de habitar. A fines del siglo XX, las cocinas ganaron protagonismo cuando los arquitectos minimalistas quebraron el presupuesto de sus clientes y las transformaron en un sofisticado pabellón quirúrgico, donde todos los artefactos quedaban mágicamente ocultos y ni una miga de pan ensuciaba esos espacios pulcros y refulgentes. Toda esta historia de diseño patriarcal, de alguna forma, requirió disimular el acto de cocinar para integrarlo a una concepción purista del espacio y la cultura.
Hoy, en cambio, las cocinas son como un retorno a la era preindustrial en donde todo vuelve a quedar al alcance de la vista y de la mano. El orden ecléctico es dictado por la complejidad de la práctica y la belleza se expresa en la sinceridad de su alma cálida. Orgullosos, se exhiben utensilios específicos, objetos de origen artesanal que transmiten una tradición, ollas de cobre, palanganas de greda, cucharones, matas de hierba, alimentos frescos y de origen feliz. La placentera y libre composición de una comarca desatadamente
kitsch.
La cultura de esta cocina sincera, practicable y doméstica está invadiendo todos los espacios. De pronto, todos aman cocinar, conocen de aliños y recetas, y siguen programas de televisión gastronómicos. Las ferias, pletóricas como nunca de cocineros diletantes, son modelo visual de supermercados y tiendas. Un nuevo imperio de valores tan sibaritas como laboriosos, comandado por la ética y la estética de un oficio rigurosamente bien hecho. Será que poner atención a la preparación de lo que comemos nos devuelve algo del control sobre nuestra propia existencia.