En los últimos años, nuestro Chile ha sido expuesto a una verdadera revolución en la ecuación del poder público con el ejercicio del mismo. Lo que antes se hacía, porque siempre se había hecho así, de súbito cambió. Lo que antes eran virtudes del Chile que conocíamos, de pronto se transformaron en sospechas en el Chile de hoy.
El encuentro en un buque estatal, en el restaurante de siempre, en el club de siempre, con el conocido de siempre, hoy puede ser un atentado contra la transparencia, la probidad, el
lobby o ser constitutivo, derechamente, de tráfico de influencias. Pero esto, lejos de ser un problema, como hoy a veces algunos pregonan, es resultado de una nueva arquitectura en las relaciones del poder y con el poder que, como siempre, no es descubrimiento nuestro, sino que es consecuencia de nuestra inserción en un mundo donde el poder hoy se concibe, construye y ejerce de un modo distinto.
Ahora hablamos de gobernanza -antes que gobierno-, de ciudadano -y no de administrado-, y donde ya no basta invocar la autoridad, sin los fundamentos racionales y controlados por el juez.
Pero este ejercicio de gobernar distinto no ha sido fácil. Las claves de esta nueva gobernanza no han permeado con la misma rapidez al poder de siempre y a la posición del ciudadano.
Los ciudadanos, como reciben la posibilidad de exigir a través de derechos que ahora les están expresamente reconocidos y que antes solo se les entregaba como dádivas en razón de la naturaleza esencial de la persona humana, tienen la conciencia activa de la transferencia de poder que se les ha hecho y se rebelan activamente cuando la oferta del traspaso no se cumple a cabalidad.
Estas nuevas reglas del poder y su ejercicio se encuentran dispersas en una serie de normas que se refieren a la transparencia de los actos estatales (20.285), la explicación y ante data pública de las agendas de las reuniones que celebren las autoridades para prevenir los aspectos dañosos del mal lobby (20.730), el reconocimiento a las personas de su derecho de participar en las políticas, los planes, los programas y las acciones que el Estado realice, como asimismo la facilidad de que los ciudadanos puedan consorciarse para desarrollar los intereses que ellos libremente decidan potenciar, mediante las facilidades para constituir organizaciones con su personalidad jurídica (20.500).
En el avance y consolidación de estas claves, conviene detenerse en algunos de los aspectos aludidos, pues si ellos no se abordan del modo que el ciudadano espera, la nueva gobernanza será solo la consolidación de una nueva desconfianza que impedirá los consensos mínimos que toda democracia necesita para su desarrollo y, con ello, la línea de base de paz social que articule las potencialidades de cada uno de nosotros.
Uno de estos aspectos se encuentra en la ley sobre asociaciones y participación ciudadana en la gestión pública, una de cuyas claves es que el ciudadano tiene el derecho de involucrarse en esta gestión, pasando del rol de simple espectador y de elector periódico, a observador y requirente activo de la gestión de quienes administran el Estado, en todos los aspectos que desarrolla quien actúa como autoridad pública.
Se trata simplemente de algo muy sencillo: el administrador (la autoridad) no es dueño del poder que transitoriamente detenta, sino que es mandatario de todos quienes conformamos esta sociedad, y en esa calidad tenemos el derecho a pedirle cuenta por el ejercicio de su mandato.
Eso es lo que impuso la Ley 20.500, cuando obligó a los órganos de la Administración a dar cuenta pública anual y participativa, de la gestión de sus políticas, planes, programas, acciones y de su ejecución presupuestaria, es decir, lo que han querido hacer, lo que programaron hacer, las acciones que hicieron y lo que gastaron y cómo y cuándo lo gastaron. A su turno, el ciudadano puede hacer observaciones y tiene el derecho de que aquellas sean debidamente respondidas.
Para que este derecho ciudadano pueda ser ejercido debe existir, por una parte, simetría en la calidad de la información que se ponga a disposición de este, en bases de datos abiertas, en lenguaje claro y en términos tales que cualquier persona pueda comprender. Y, por la otra, el ejercicio de esta cuenta pública, debe hacerse de modo serio, estandarizado y auditado en el cumplimiento que la ley previó para su desarrollo, evitando de este modo, que ellas sean percibidas como un despliegue político de quien las rinde, de un ejercicio para el encuentro de los amigos, o como una colaboración espontánea al mejor desarrollo de los emprendedores que arbitran los cócteles en que a veces termina un ejercicio concebido como clave para una democracia realmente participativa. Cuando lo que nos queda es la crítica del tamaño del canapé habremos empequeñecido la calidad de nuestra democracia.
En línea con el avance y establecimiento de un estándar, el Consejo para la Transparencia, en un esfuerzo ultrainterpretativo de sus facultades, emitió en octubre pasado un oficio que contiene recomendaciones para hacer mejores y reales cuentas públicas y participativas, el que dirigió a 691 organismos del Estado.
Se trata de recomendaciones serias, sanas y necesarias, que aún no logran encarnarse en el ejercicio al que llama la ley y que debe ser exigido por el ciudadano, con su participación o con su reclamo presentado ante quien debe vigilar la legalidad del actuar del Estado. Si no se logra consolidar esta buena práctica, las cuentas públicas solo serán un cuento público.