A veces mis pasos me llevan por la calle Lastarria hacia la Plaza del Mulato Gil, y por automatismo tiendo a buscar el Café de la Plaza con su madera verde y sus vidrieras. Para los de mi generación cuesta acostumbrarse a que ese lugar, que nos salvó la vida anímica y las noches en los años 80, haya desaparecido para dejar espacio a una explanada. Que al fondo, donde estaba el taller y creo que la casa de Ramón Campos Larenas, esté ahora el MAVI, un estupendo espacio de exposiciones, no es suficiente consuelo.
A pesar de no vivir en la zona he estado recorriendo el barrio Lastarria estas últimas semanas. Una vez más en la vida. Caminar por esas calles sinuosas con proyecciones sorpresivas -el parque, la Alameda, el cerro- fue un hábito que adquirí a los 14 años simplemente por no tener otra cosa que hacer con mis tardes desocupadas y noches de fin semana. Me aproximaba a la zona buscando los fantasmas irradiados de la antigua bohemia. El golpe de Estado había cortado psicológicamente la dinámica santiaguina de los tiempos libres, y parecía, daba la impresión, acaso ilusoria, de que en ese lugar algo de los usos en receso aún se mantenía.
Claro, era una idea mía, un rito propio no más. De hecho me parece que por entonces el edificio de la UNCTAD -después Gabriela Mistral, después Diego Portales, después de nuevo Gabriela Mistral- era la sede del poder ejecutivo y legislativo, o sea las aposentadurías de Pinochet y de la junta.
En este punto no sé cómo seguir porque son demasiadas las imágenes que se me agolpan en la memoria, "en tropel", como se escribía antes. Retengo nombres de lugares que ya no están, lo que hago por puro ejercicio nemotécnico: El Diablito, El Cabildo, el Emporio Principal (ex Toro), El Apetito, El Estribo, la Maison (el Chileno-Francés), la carnicería Klein, la librería de Lorenzini y si no me equivoco la tintorería L'Art Parisien. Otros no sé, se han transformado mucho. Hay restoranes por todos lados, heladerías, música, luces empotradas, boliches misteriosos, flujo de gente todo el día entrando y saliendo, ocupando terrazas, bancos, veredas. Se mezclan veganos, animalistas y consumidores de salchichas de jabalí. Donde estaba el Ópera ahora hay una sandwichería. De los viejos tiempos permanecen Les Assassins y el Bombón Oriental.
Es una alegría constatar que el barrio Lastarria sigue un decurso más o menos natural. Que no ha sido arrasado por una modernidad atropelladora y precaria (mazacotes de treinta pisos) y a la vez no lo han convertido en ruta turística o visiblemente patrimonial. Es decir, no lo han subrayado, enfatizado ni transformado en museo viviente o agónico.
Es posible que el espíritu de algunos barrios sea inmune a los embates de la historia. Ya una crónica de los años 20 situaba en el Forestal un reducto del tandeo nocturno, saturado, según el cronista, con "las estridencias de la
jazz band".