El día después del triunfo de Brexit, estuve en un seminario en Oxford. Planificado antes de que se supiera que habría un plebiscito el 23 de junio, tenía como tema "El surgimiento del antiliberalismo". Increíble coincidencia, porque era justo lo que había reflejado el voto británico: el triunfo de un populismo antiliberal.
Claro que algunos que votaron por Brexit dirían que fue al revés, que ahora Gran Bretaña se liberará de las regulaciones rígidas impuestas por burócratas socialistas no electos desde Bruselas, que el país recuperará sus tradiciones de libertad y apertura. Pero ellos no representan al típico votante por Brexit. A este lo motivó una nostalgia nacionalista por un pasado mítico, anterior a la globalización y a la inmigración, que los promotores de Brexit explotaron con notoria irresponsabilidad. No explicaron que la inmigración no europea no tiene nada que ver con la Unión Europea: por algo hay tantos africanos y asiáticos que arriesgan su vida para llegar a Inglaterra desde Francia. En cuanto a la movilidad laboral dentro de Europa, la única forma de evitarla sería renunciar al libre comercio con una región que adquiere casi la mitad de las exportaciones británicas: sobre este tema, los promotores de Brexit faltaron a la verdad, dando la impresión de que Gran Bretaña podría seguir participando de los beneficios de la Unión Europea, sin someterse a sus reglas.
La campaña de Brexit mostró lo difícil que se vuelve el funcionamiento de una democracia cuando los políticos dejan de ceñirse a la verdad y a la razón. Los Brexit montaron una campaña mentirosa que apuntaba a las rabias y temores de la gente; una que se jactaba de ignorar las advertencias de los expertos, hasta llegar a decir Michael Gove, uno de sus líderes, que "la gente de este país está harta de los expertos". Una celebración de la ignorancia, entonces: un antiguo hábito populista.
Brexit nos hace ver, además, lo peligrosos que son los plebiscitos, sobre todo si la decisión es por simple mayoría de quienes votan. Solo el 34 por ciento del electorado votó por Brexit, pero al hacerlo, dejó al país a la deriva. En 1945, el Primer Ministro Clement Atlee rehusó convocar un plebiscito propuesto por Churchill, por ser un instrumento "ajeno a las tradiciones democráticas británicas" y propio, más bien, "del nazismo y del fascismo". El de Brexit por cierto desmintió en sí mismo el argumento de sus promotores, de que había que recuperar la soberanía del parlamento británico, porque tres cuartos de los parlamentarios estaban por quedarse.
El plebiscito exhibió unas interesantes diferencias etarias. El 73 por ciento de los menores de 25 años querían quedarse, contra un magro 40 por ciento de los mayores de 65. Este tipo de división por edad se está dando en muchos países, pero lo interesante es que en Gran Bretaña los jóvenes votaron racionalmente -con las élites y los expertos- por el statu quo , mientras que los viejos votaron emocionalmente por la aventura.
Nada más peligroso que este triunfo de la emocionalidad sobre la razón y la verdad. Muchos creen que es culpa de la prensa. Los líderes de Brexit explotaron odios y temores que la prensa había fomentado desde hace muchos años en su lucha por mantener sus ventas. En Oxford calculaban que el 82 por ciento de la prensa abogó por Brexit, a veces con mentiras flagrantes, como cuando el popular "Sun" exhibió dos veces en primera página la noticia -falsa- de que la reina lo apoyaba.
Para que funcione una democracia tiene que haber un pacto implícito entre los políticos por un lado y la prensa por otro, de que siempre se va a competir por votos, lectores y auditores con honestidad, sin recurrir a la mentira o al odio irracional.