Hace un par de meses fui invitado por el CEP a dar mi visión del momento político. No le hemos tomado el peso, dije en esa ocasión, a lo cerca que hemos estado en los últimos meses de la catástrofe. Que tenga memoria, nunca se había producido una sucesión tan sistemática de eventos cuyo elemento común es poner en entredicho la justificación y la retórica del sistema político y económico. A esto se suma la desaceleración económica, la tensión provocada por las reformas educacional y laboral, la actividad de los fiscales fisgoneando por todos lados, la situación en La Araucanía y la inseguridad ciudadana. El resultado es la erosión de la confianza ciudadana en las instituciones de todo orden, tanto públicas como privadas.
Recordé también que soy de una generación reacia a jugar con fuego; una generación que en septiembre de1973 aprendió que lo imposible se puede volver posible en un abrir y cerrar de ojos, que lo que parecía una comedia se vuelve de pronto una cruel e irreversible tragedia. De ahí que ante la audiencia del CEP valoré que la situación del país no se hubiese descarrilado, lo que habría sido perfectamente posible. No fue por milagro, sino por la fortaleza que han mostrado las instituciones y, en importante medida, por la disposición patriótica de la Presidenta de la República a dar un golpe de timón, cuyo símbolo fue el ingreso al gabinete de Jorge Burgos en mayo de 2015. En efecto, hay que remontarse a 1983, cuando Pinochet reemplazó a Enrique Montero Marx por Sergio Onofre Jarpa, para encontrar un cambio de gabinete tan significativo como este. Burgos era la antítesis de su antecesor, tal como Jarpa lo fue del suyo. No un secretario, sino alguien que disponía de un capital social y político propio, obtenido por sus propios medios y no al amparo de una figura tutelar, lo que le permitía disponer de esa autonomía que jamás pueden alcanzar los funcionarios. La entrada de Valdés a Hacienda ratificó este giro, que debía conducir a trasladar la prioridad gubernamental desde las reformas al crecimiento, desde la fidelidad al programa a la gestión.
La dupla Burgos-Valdés debió asumir el mando de un trasatlántico que de no enmendar el rumbo podía terminar como el "Titanic". Había que cambiar de dirección, y hacerlo sin quebrar la Nueva Mayoría, cuestión que desde el punto de vista de la gobernanza del país, habría sido simplemente fatal. El proceso fue lento, plagado de tensiones, desencuentros y ambigüedades, pero así y todo el nuevo equipo logró cambiar la agenda del gobierno y apaciguar al país. No nos acercaron al paraíso, pero ciertamente nos alejaron del infierno. A Burgos y Valdés, concluí en el CEP, habría que evaluarlos entonces como a los bomberos: no por lo que construyen, sino por lo que evitan.
La audiencia reaccionó con perplejidad. Los desencuentros entre la Presidenta y Burgos son demasiado frecuentes, me dijeron, y esto ya no aguanta más. Se equivocan, respondí: ambos son personas maduras que saben que deben convivir, pues de ello depende la capacidad del gobierno para producir el bien que hoy se echa más de menos: certidumbre. En mi mente tenía los casos de Mitterrand y Rocard, de Blair y Brown, de Sarkozy y Fillon, de Obama y Hillary. Ellos en lo personal no se soportaban y tenían fuertes diferencias, pero se obligaron a buscar un acomodo para alcanzar un fin superior. Las organizaciones son diferentes a las familias: en ellas los líderes no están unidos por el afecto, sino por la responsabilidad.
Pero estaba equivocado, y me excuso por ello. Burgos partió, y como era obvio, ahora Valdés debe salir al ruedo para aclarar que no seguirá el mismo camino. Por lo visto, lo imposible siempre es posible.