Cuando era difícil imaginar más improvisaciones en materia educacional, un grupo de parlamentarios asombra. El llamado proyecto de ley antitareas es de las cosas más ridículas que ha visto el país en materia de políticas educacionales. El texto, sin evidencia relevante y lleno de generalidades, busca prohibir el envío de deberes escolares para la casa. La propuesta está solo a la altura de aquella que plantea que sin asados se termina el problema de contaminación en Santiago.
Partamos haciéndonos cargo de los mitos. Primero, la evidencia no indica que los estudiantes chilenos pasen mucho tiempo haciendo tareas: 3,5 horas por semana versus 4,9 en promedio de la OCDE. Y los datos tampoco sugieren que el agobio de los deberes escolares signifique que los padres dediquen mucho tiempo a los retoños: en promedio 5,6 horas a la semana, un 35% menos que en Noruega, Estados Unidos, Canadá o Austria (Guryan, Hurst y Kearney, 2008). Así, uno podría pensar que es necesaria una mayor participación familiar en el proceso educativo, ¡no menor!
¿Y de dónde sale entonces la idea? En esto no se innova: de un mal diagnóstico. Es que si alguien no hizo la tarea, fueron los parlamentarios que propusieron el proyecto.
Pensemos en los padres. Nadie duda de su agobio: 8 horas de trabajo, 2 horas de tráfico, ¿y llegar a hacer tareas? Los costos son altos, sobre todo en núcleos familiares que, intencionalmente o no, se han desentendido de la educación de los hijos. Las tareas les recuerdan que tienen obligaciones. El problema es que no tienen tiempo. ¿Pero justifica esta tensión eliminar las tareas por ley? Por supuesto que no.
Luego los docentes. Seguro que muchos -probablemente sobrepasados por el poco apoyo, la carga administrativa y su falta de vocación- han tercerizado muchas de sus labores, abusando así de las tareas para la casa. ¿Significa esto que hay que prohibirlas? Tampoco. En el fondo, ellas son reflejo de la ausencia de iniciativas que mejoren la calidad del proceso educativo en la sala.
Y los estudiantes. Sí, excesivas cargas de trabajo son fuentes de estrés que pueden afectar su aprendizaje. Pero para los más aplicados, estas instruyen tempranamente que el esfuerzo personal y familiar es clave para educarse en un sistema que no asegura calidad. Para ellos, el fin de las tareas no significará un mayor apoyo ni menor estrés. Y para los menos aplicados, la propuesta es algo natural, propio de la nueva mediocridad. Así, por donde se mire la idea es mala.
¿No hay un largo listado de temas que requieren urgente atención? ¿Por qué no ocuparse del puzzle que significa que nuestros estudiantes de básica sean los con más horas obligatorias de instrucción en la OCDE, que nuestros profesores tengan los mayores números de horas de docencia, y aun así nuestros resultados académicos sean malos? Por eso, más que poner fin a las tareas de sus hijos, las familias demandan que las autoridades hagan las suyas. Por favor, no más leseras.