Recuerdo lo que un lugareño de las tierras cálidas decía en un episodio de El cielo protector , la novela de Bowles: en el desierto nada se pierde. La protagonista había extraviado un sombrero o una cartera y con esa frase se le aseguró que el objeto volvería a sus manos. Es muy bonita la idea de que a una cosa ínfima le sea imposible desaparecer en la inmensidad. En el mar es distinto: el mar devuelve las cosas solo en ocasiones, ya se trate de botellas con mensajes, tesoros o cuerpos inertes. El mar se tragó al Coloso de Rodas. En el mar se han hecho humo hasta ciudades.
Quizás este tema me surgió a causa de un celular que se perdió en las Torres del Paine el verano pasado. La persona que lo encontró se lo llevó a Alemania, hizo complicadas gestiones para ubicar al dueño y lo mandó de vuelta a Chile. En el momento en que me disponía a escribir esto el teléfono acababa de llegar. Pero a la vez estaba pensando que en las décadas anteriores -cuando éramos precarios, desinformados, aislados- había un encanto particular en el descubrimiento de una película en la televisión. Sabíamos, en efecto, que las posibilidades de volver a encontrar el objeto prodigioso y fugaz en los circuitos del tiempo eran menos que escasas.
Generalmente se trataba de películas que pasaban en los horarios flojos, en que el público andaba distraído en otra cosa, como, por ejemplo, el sueño. Tarde, después de las noticias de la medianoche y de un informe del tiempo final, aparecían los créditos iniciales que a veces prometían historias totalmente cautivantes con enfoques totalmente impredecibles. De algunas de estas películas quedan solo fragmentos en la memoria, mientras el título, los nombres de los actores y la información adicional se han desvanecido en un olvido insalvable. Tal era el caso de una que pusieron en el invierno de 1981: la historia de una joven que pasaba de la risa al llanto y en circunstancias era capaz de reír y llorar al mismo tiempo, y huía de un tipo mientras perseguía a otro por departamentos de luz abombada y parques invernales de una ciudad que tiene que haber sido Nueva York.
Hoy todo se puede averiguar, mandar a pedir. Vivimos con esa tranquilidad. Si vemos al pasar en una sala de espera un documental que nos interesa, basta un par de pistas y esa misma tarde lo tendremos en el computador. Es una ventaja maravillosa, aunque me da la impresión de que este mismo relajo incentiva un poco el olvido. A veces me encuentro en el computador cosas guardadas por mí de las que no tenía la menor idea.
En fin, debo mencionar tres películas que me han resultado fundamentales para el entendimiento del mundo y que solo he visto una vez en la televisión de los 80 y nunca más: Brotherly Love (Extraño amor), con Peter O'Toole y Susannah York; Quién secuestró a Bunny Lake, de Otto Preminger; y Juego macabro, un laberinto conceptual con varios personajes y solo dos actores: Laurence Olivier y Michael Caine.