Pasada la mitad de "Taxi Driver" hay una escena donde Travis Bickle, protagonista del filme, entra a una habitación de hotel junto a un tipo que porta un par de maletines. En el interior de estos hay armas de toda clase. Travis le dice que "cuánto le cobra por una Magnum 44", el vendedor le contesta que eso es "para matar elefantes", que en la ciudad se necesita un arma de precisión y por eso él recomienda una calibre 38. "Me las llevo todas", es la breve respuesta de su cliente. Se trata de una escena muy tranquila y filmada de forma casi casual, como si lo que estuviera en venta no fuesen pistolas sino camisas o pantalones; el total antónimo de lo que ocurrirá poco después, cuando -poseído por la paranoia, la soledad y la obsesión- el taxista del título desate una orgía de sangre y liquide a una banda de proxenetas con los productos recién adquiridos.
Recientemente, estas atroces imágenes cumplieron cuarenta años, pero la evidente inquietud que generan en el espectador se renueva cada vez que se repiten crímenes masivos, como el ocurrido la semana pasada en el club Pulse, en Orlando. Y no por lo que esos horribles sucesos tengan de "cinematográfico" -discutirlo en esos términos sería obsceno y no resiste análisis-, sino por la ambigua y constante relación que el cine estadounidense ha mantenido con la violencia, sobre todo la que se manifiesta con ribetes salvíficos y sanitarios, sea ejecutada por un loco furioso o un incorruptible y solitario agente de la ley.
El extraviado Travis aboga en su película sin el menor asomo de vergüenza en favor de esta desquiciada idea de higiene social -"prostitutas, cafiches, desviados, drogadictos... Un día vendrá una lluvia de verdad y limpiará la mugre de estas calles", exclama-, pero ¿de dónde viene y por qué su recurrencia?
Hay quienes la relacionan con la cultura del "vigilante": el tipo que, cansado de la ineficacia de la ley, toma la justicia en sus manos y derriba a los malhechores uno a uno, como si se tratara de palitroques. Sin embargo, basta acordarse del reguero de muertos dejado por Charles Bronson, Bruce Willis, Stallone y The Rock en multitud de películas, o el inmenso body count que acumula Arnold Schwarzenegger en treinta años de carrera (más de 500 muertos), para darse cuenta de que la mayor parte de las veces esa conexión explota en la pantalla por el lado de la caricatura. Un producto infinitamente más sutil como "The Dark Knight" (2008), deja en claro que la fascinación pública por esas figuras es abiertamente patológica. Nadie en sus cabales aceptaría esa clase de responsabilidad: en el filme, dos buques transbordadores son capturados por el Joker. Uno está lleno de civiles. El otro de presidiarios. Cada uno posee el detonador que hará explotar al otro. ¿Quién lo accionará primero? Ya no se trata de un caso para Batman, sino para un sicólogo social.
La respuesta de fondo, probablemente, tiene un origen más atávico y que en el cine reiteradamente asigna a la violencia un valor sacrificial. Y eso funciona tanto para el mito del pistolero, como del gánster o del aventurero cinematográfico. Clint Eastwood se transfigura en ángel vengador al final de "Los imperdonables", del mismo modo en que los asesinos enviados por Michael Corleone articulan su matanza, coincidiendo con el bautizo del primogénito de "El padrino". Hay algo de ritual y de extático en esos actos, ubicados en el punto de clímax de sus respectivas cintas. La clase de éxtasis que el capitán Ahab alcanza al enterrar una y otra vez su arpón en el lomo de Moby Dick, en el filme de 1956, donde John Huston cometió deliberadamente un "pecado cívico" al darle a su Ahab la apariencia física de Abraham Lincoln y hacer del Gran Unificador una suerte de sumo sacerdote, sediento de sangre.
Kubrick hizo de esos ejercicios de profanación, de la contemplación de esas imparables ceremonias de violencia, una de las vigas maestras de su cine ("La naranja mecánica", "El resplandor", el segmento del origen del hombre en "2001"); en parte porque entendía que cada imagen contiene en su interior una dimensión sacralizadora, siempre a la espera de ser destruida; pero sobre todo porque nuestra lucha en torno al dolor, al vértigo y el horror que ello nos provoca, es parte de lo que nos define como especie.