Una matriz rota, agua brotando del pavimento, el principal eje de transporte de la ciudad paralizado y un ejército de transeúntes sorteando obstáculos para llegar de cualquier forma a sus trabajos. En cada uno de esos trabajadores caminando kilómetros para cumplir con su horario, está el incalculable valor de la responsabilidad y el compromiso. Una cifra de capital humano que estas debacles urbanas ponen en evidencia y también a prueba. Pero, en el cálculo cotidiano de los costos de la infraestructura de transporte, hay también cifras omitidas que algún día nos pasarán la cuenta. Quisiera recordar dos de ellas.
Primero, el tiempo libre no es gratis. ¿Cuánto cuesta tener a miles de ciudadanos perdiendo dos horas diarias en desplazarse? Si el trayecto estuviera considerado dentro de las horas de trabajo remuneradas, notaríamos que un trabajador podría perder hasta una jornada a la semana arriba de la micro. Si como empleadores corriéramos con ese gasto, seguramente pondríamos primera prioridad a hacerlo más eficiente. Del mismo modo, si en las ecuaciones económicas pusiéramos precio al desgaste anímico y energético, a los costos para la salud mental y la estabilidad familiar, seguramente nos daríamos cuenta de que el país pierde dinero a raudales con un sistema de transporte público ineficiente.
El segundo costo omitido sistemáticamente en la planificación urbana es el valor de suelo del espacio público. Si hubiera que pagar el metro cuadrado de terreno que ocupa cada pista extra, cada corredor de buses, cada nudo vial, seguramente dosificaríamos la extensión de las soluciones, como lo hace un inversionista sobre un predio privado. Por el contrario, operamos con holgura sobre el espacio público y sobre nuestro paisaje; como si fueran gratis, cuando, en realidad, son bienes escasos.
Una ecuación que incluya los valores del suelo público y del tiempo de los trabajadores quizás pondría en evidencia que hacer líneas de metro es una verdadera ganga.