Asentado en Venecia por una breve temporada, la curiosidad me lleva a Mantua, capital de la Lombardía, en el norte de Italia. Me han dicho que debo conocerla: su centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 2007; es pequeña, amable, tranquila y repleta de tesoros arquitectónicos y artísticos medievales, renacentistas y barrocos, desarrollados bajo el alero de los poderosos Gonzaga, regentes entre los siglos 14 y 17, y luego bajo los Habsburgo de Austria, durante el siglo 18.
Tomo al alba un tren "flecha" que alcanza 300 km/hr; en Verona cambio a uno que me interna en un viaje al pasado por un ramal que atraviesa el corazón de la provincia, surcando campos de amapolas, caseríos, torres de iglesias y ruinas de castillos en el horizonte. Para llegar a Mantua se deben cruzar los lagos artificiales que la rodean desde el siglo 12 para defenderla; veo juncos y cisnes en el agua. Llegando, ya desde la estación se aprecia el encanto de la ciudad; una breve caminata conduce por calles porticadas repletas de comercios de bellas vitrinas y una sucesión de plazoletas hacia los principales monumentos. Las calles son empedradas o pavimentadas con grandes losas de piedra; decenas de ciclistas transitan en todas direcciones.
Entro en la portentosa Basílica de San Andrés, proyecto de León Bautista Alberti en 1462, célebre por su tamaño y por su increíble pintura interior que agrega al edificio que la contiene una indiscernible capa de arquitectura artificial, repleta de detalles, luces y sombras. Luego paso horas dentro del Palacio Ducal, enorme complejo de edificios, claustros y jardines que alberga en sus suntuosos salones una gran pinacoteca y magníficos frescos, incluida la famosa Recámara de los Esposos de Andrea Mantegna. Por una calle lateral, entro al sorprendente Teatro Científico, joya del Rococó, obra de Antonio Bibiena en 1769. Es un bellísimo teatro a la italiana, todo de madera crujiente, pequeño, íntimo, con una arquitectura interior que semeja un abigarrado patio de palacio. Mientras lo visito, un grupo de cámara ensaya en el escenario; la música me persigue entre los vericuetos de los diminutos palcos. Finalmente, visito el Palacio Té, monumental obra renacentista de Giuglio Romano en 1535; espléndida villa de verano de la casa de Gonzaga, hecha nada más que para el placer de la comida y el ocio, enteramente revestida de pavimentos y frescos maravillosos.
Regreso, embriagado de belleza, hacia la estación. Paso por fuera del Conservatorio de Música, que en esta tarde de primavera por cada ventana abierta derrama un instrumento o una voz. De pronto, al mismo tiempo, un campanario lanza las horas al vuelo; música y campanadas se confunden, despidiéndome con un recuerdo indeleble.