Raúl Ruiz se lamentaba alguna vez de que las escuelas de cine formaran generalmente parte de facultades de comunicación. Para él, esto era la prueba factible de una idea equivocada sobre el cine: la idea de que las películas quieren o deben comunicar algo. Las películas que Ruiz filmaba y las que amaba, por cierto decían cosas, pero no de un modo eficiente o claro. No hablaban para ponerse de acuerdo, como quien habla para arreglar una cita en tal lugar y a tal hora, sino que hablaban -como tantos personajes de Ruiz- por hablar. Sus películas no eran una herramienta de comunicación, sino una casa que había que habitar, en la que se podía uno ir a dormir la siesta, almorzar, saltar por una ventana y volver por otra puerta cuando querías.
La idea de que las películas o las novelas o los poemas dicen algo se ha instalado de tal modo, que es raro el crítico que no juzgue las obras según este supuesto mensaje que el autor tendría que querer comunicar a los lectores. Al juzgar una novela se piensa si dice lo que hay que decir sobre la homosexualidad en el mundo universitario o la desorientación de la juventud en los años noventa, la importancia de los pueblos originarios en provincia o las fallas del sistema de pensiones chileno.
Como si se tratara de un
paper universitario, el crítico juzga la claridad, la concisión, la síntesis y profundidad con que la obra cumple con su
abstract.
Este tipo de locura olvida que lo esencial de la literatura se basa en capas y capas de malentendidos. Olvida que un gran poeta no es siempre el que dice lo que quiere decir, sino también lo que no sabe que dice. Así, cuando Germán Carrasco habla de la "insidia del sol sobre las cosas", comunica una idea clara e irrefutable. El sol sería un traidor, o más bien una vieja peladora que no perdona lo que toca. Carrasco dice lo que dice, pero no puedo evitar pensar al leer los poemas de
Imagen y semejanza, que dice lo contrario: que el sol enaltece las cosas que toca, que Carrasco ama al menos esos infundios mucho más que las verdades de la noche y la sospecha que como hijo de su época y su país estaba supuestamente preparado para amar.
Insidia suena en Carrasco a incesto, suena a deseo, ese perpetuo deseo sobre las cosas y las malezas que navega en casi todos sus poemas. Amante de los paños de cocina, de las camisas a cuadros, los ciruelos, no puedo dejar de pensar que esa insidia sobre las cosas que le atribuye al sol es su método de aproximarse a ellas, desviado, torcido, penetrado por lo que toca, de las que quiere hablar mal sin lograrlo jamás del todo, porque Carrasco cuando describe canta y cuando canta describe, las dos cosas muchas veces sin estar conciente de ello.
¿De qué habla Carrasco? Más o menos de lo mismo de que hablan los poetas y los narradores (leer a Carrasco me hizo pensar mucho en Zambra) de su generación. La gracia para mí está en que lo hace mal, o sea, mejor que nadie. La gracia es que el mensaje que quiere comunicar se ve siempre interrumpido por notas personales, el frío, un nombre, una idea inco- nexa, un
cuore, una interrupción que parece desafortunada que con perfecta acrobacia casi siempre termina sobre sus dos pies o caminando sobre sus manos.
Lo que me gusta de Carrasco son sus equívocos. Me gusta que haga todo lo que se debe hacer en un taller de poesía y después haga lo contrario. O sea, después de tres versos perfectos, que bastan por sí mismos, seguir contando la historia de Neruda en una
discoteque y que esta sea además de increíble, creíble, querible incluso. Me gusta que Germán Carrasco se salte la montaña rusa de Parra o de Lihn, porque prefiere dar vueltas en carrusel de niños de cinco años, convencido en más de un poema que el padre es hijo de su hijo. Me gusta que su conciencia del oficio le permita, al revés que a la mayor parte de los poetas de su generación, una inconciencia propia en que soltar es lanzarse al vacío sabiendo que hay agua en la piscina.
Como todo poeta que se respeta, Germán Carrasco canta al amor, la muerte. Lo que dice sobre el mundo en que le tocó crecer es importante, pero a mí no me importa. Porque su poesía me pide no comprender, sino habitar los patios invadidos de malezas y las calles hirviendo de sol, y las tareas domésticas hechas a la rápida, y los recuerdos como oleadas que no aclaran del todo ni su origen ni destino, pero que van conformado un ritmo, una música entre los versos que adormecen mis resquemores, la conciencia de que estoy leyendo, la famosa incredulidad que se supone los narradores suspenden.
Como los clavadistas que protagonizan muchos de sus poemas, no me importan mucho las piruetas que Germán Carrasco intenta en el aire, sino la forma en que entra en ellas sin salpicar demasiado, con naturalidad, como si volviera a algún útero materno del que no está seguro nunca de haber salido del todo. Creo que eso es lo que un lector, o un crítico, deberían juzgar en un libro, no las piruetas más o menos convencionales que ejecuta el clavadista, sino la espuma que deja al hundirse en el fondo de la piscina.