Recuerdo haber vivido cuando adolescente, al menos durante un período, en estado de deslumbramiento permanente: no conocía nada y todos los días descubría algo nuevo para mí. La música dodecafónica, el fauvismo, el Teatro No. A cada paso me aparecía un estilo del que no tenía idea, una escuela, una manera de entender el arte. La poesía la leía con los ojos muy abiertos, con gesto de asombro. Un día era Vallejo, al otro Césaire o Lautréamont. Para qué decir Huidobro, cuyo
Altazor lo tenía todo subrayado para que no se me fueran a perder mis versos favoritos.
Uno cambia con el tiempo la tonalidad de sus entusiasmos. Esa sensación de estar en un túnel vertiginoso es reemplazada por una actitud más distante. Ya no nos seduce todo lo que venga en formato de vanguardia. Las querellas artísticas, que fueron en la juventud un asunto radical para nuestra individuación, pierden bastante su importancia. Mucho de lo leído, mucho de lo que años ha nos voló la cabeza, hoy lo vemos desteñido, anacrónico, con las intenciones evidenciadas y, por tanto, desactivado.
Esto no quiere decir en absoluto que uno se aburra más que antes. De hecho es todo lo contrario. Desde hace siglos que no me puedo aburrir aunque quiera. Me entretengo haciendo nada, pensando en una máquina para fabricar hielo o viendo un documental sobre caimanes y cocodrilos en Australia. Y además siempre están a la mano Facebook o la ventana. Si agregamos el trabajo, la vida social, la vida familiar, la vida emocional, el día queda totalmente rebasado: no hay tiempo para aburrirse.
A lo que quería llegar: la mayor parte de la poesía que me toca leer -o escuchar- no me produce nada. Esto simplemente por el hecho de detectar en esos textos el armazón retórico, la voluntad de inscripción, el efectismo. O sea, el yo que los gobierna. La poesía parece estar determinada por una oclusión del yo que se origina precisamente en él.
De vez en cuando llega la experiencia feliz de ser deslumbrado por la poesía de alguien, cuyos textos rinden como un fenómeno real más que verbal. Una paradoja más en este caso, tratándose de un objeto hecho con palabras. Me pasó hace poco: me mandaron unos poemas inéditos y de nuevo se me abrieron los ojos mientras leía, como cuando era adolescente. No pondré datos bibliográficos para no echar a perder la ilusión de que me han compartido un descubrimiento, que fue, me parece, lo que vivió Valery cuando Mallarmé le mostró el original de
Un golpe de dados nunca abolirá el azar.
Poesía real. Es decir, aquella ante la cual uno tiene la impresión de estar asistiendo a un proceso. Una cuestión a la vez impredecible en sus cambios y reconocible en cada uno de sus detalles. La violencia de que de una frase a otra frase nos muestren las cosas por un lado que intuíamos pero al que nunca habíamos logrado acceder.