Perder es dejar de tener algo. Es también dejar de ser algo que sentíamos como parte de nuestra identidad.
Es más fácil hablar de lo que perdimos en concreto. Si nos roban, sentimos la rabia y luego la pena de cosas que eran nuestras, queridas algunas, necesarias otras. Cuando lo compartimos resulta fácil generar empatía en los otros. Hay otro que es responsable de mi pérdida... el ladrón.
La vida es también una ladrona. En la intimidad, en terapia, podemos hablar de las otras pérdidas, las que duelen más. Porque como hemos dicho tantas veces, hablar ayuda. Aliviana.
Una mujer se ve a sí misma como una mujer alegre y compasiva. Siempre fue así. Es parte de su identidad, pero también de su ser social. Ella sabe que es apreciada por eso. Pero algunas experiencias de la vida le quitan esa característica. Ella intenta, pero ya no es genuina. La amargura se disimula, pero no aparece la alegría que la hacía tan querida. Esa es una pérdida. Y sus consecuencias son un cambio en la percepción de sí misma y en la relación con los demás.
Un hombre era un gran deportista. Después de un pequeño accidente vascular sigue teniendo la misma fuerza y vitalidad de siempre, pero se ha puesto torpe. No calcula bien los espacios en forma automática como lo hacía antes y pierde velocidad y el miedo lo pone temeroso de las consecuencias. Esa es una pérdida. Ya no es el que era. Y no pasó lentamente como pasan las cosas con la edad, pasó de una día para otro. Parece menor, diría alguien. Es cosa de reemplazar la carrera por ejercicios en máquina. Cierto. Pero el sentido es velocidad, el gozo del viento en la cara, el paisaje que cambia a medida que se avanza, la soledad maravillosa de correr sin testigos y sin amarras, todo aquello se perdió.
No consolemos a quienes pierden espacios de identidad. Más bien acompañémoslos a sentir-como dicen en el campo cuando alguien muere-, porque la pérdida es pérdida.
Después vendrán los reemplazos y los consuelos.