Desde sus líneas iniciales,
De La Gloria a los cerros, primera novela de Eduardo Sotomayor (Santiago, 1942), sitúa al lector en esos momentos pretéritos cuando la capital recién comenzaba a extenderse hacia lo que es hoy su dilatada y populosa zona oriente. Son los años en que Apoquindo era un camino flanqueado de parcelas que conducía a un callejón llamado Américo Vespucio, usado antiguamente como botadero municipal, y en que la construcción del actual edificio de la Escuela Militar era un proyecto que se debatía en las oficinas del gobierno mientras los cuatreros hacían de las suyas robando caballos en las haciendas de Vitacura.
La historia se inicia en enero de 1950 y se prolonga a lo largo de ese año. Un grupo de niños que viven en La Gloria, una calle rural del área de Los Dominicos, deambula por los potreros que rodean a dos tranques que separaban las antiguas haciendas de San Luis y Lo Saldes en la comuna de Las Condes. Para defenderse del calor deciden bañarse en el tranque grande, donde son testigos de un extraño y horripilante episodio: dos perros y un borracho que también se ha tirado al tranque desaparecen devorados por una sombra oscura que se desliza bajo la superficie del agua. Aterrados, parten a la casucha donde vive un viejo campesino llamado Polanco, quien les cuenta una historia que a su vez se remonta a las leyendas de los mapuches que antiguamente habitaban esos parajes. Se trata de los cueros, unos seres infernales que por siglos se han alimentado de animales y seres humanos que desapercibidamente se sumergían en las aguas del tranque. Terminado este episodio, el lector se reencuentra con el grupo de niños unas semanas después mientras recorren cerros y peladeros recogiendo moras para venderlas en los emporios de Las Condes y Apoquindo, búsqueda que les depara una segunda experiencia desagradable, esta vez con el culebrón, otro monstruo que también habita en la imaginación de los lugareños. Después, el relato salta a otro episodio costumbrista: la inauguración de la competencia comunal de fútbol con un partido entre los dos clubes del lugar que termina en una batalla campal de proporciones.
Lo que parecía ser una historia de tibio costumbrismo maravilloso, centrada en las experiencias infantiles de un grupo de niños que habitaban en los aledaños rurales del Santiago de 1950, adquiere a partir de este momento una segunda fisonomía. La voz narrativa amplía considerablemente su punto de vista para incorporar en el relato a un mundo heterogéneo de hechos ocurridos, de descripciones de ambientes y de peripecias de diversos hombres y mujeres que también habitaron o llegaron a vivir en los sitios que flanqueaban la calle La Gloria. Los niños, cuyas aventuras dominaron en las primeras páginas de la novela, quedan ahora subordinados al variopinto conjunto de recuerdos que el narrador comienza a describir sin escatimar pormenores y a su nuevo propósito de otorgar predominio a otras figuras que nacen de su memoria.
La inseguridad sobre la naturaleza del texto que se escribe, reflejada en la inestabilidad del argumento y en la ausencia de un criterio que discierna entre lo indispensable y lo accidental, constituye la principal debilidad de esta novela. En otras palabras, su falta de unidad narrativa. Sin embargo,
De La Gloria a los cerros se lee con agrado porque a pesar de ello su narrador logra imponer una mirada honesta y fresca, y por momentos casi ingenua, sobre las circunstancias y personajes que acumula en el relato. Es una mirada teñida por la nostalgia y el amor que se tiende sobre modos de vida y costumbres rurales que seguramente marcaron la infancia del autor transcurrida en los campos y chacras de Las Condes, según leemos en la solapa del libro, y que han desaparecido arrolladas por el progreso urbano que se iniciaba en la década de 1950.
De la Gloria a los cerros
Eduardo Sotomayor
Editorial Forja,
Santiago, 2016,
247 páginas.