De cara al debate constitucional, considerando que hoy en Chile el 90% de la población es urbana, y de esa población urbana la mitad vive en una sola metrópolis, vale la pena preguntarse por las mínimas condiciones requeridas para el desarrollo del territorio y las ciudades, y las mínimas garantías de su habitabilidad. Es aún más urgente este debate cuando constatamos que en nuestra actual Constitución la palabra "ciudad" no existe, y la única mención hecha a "medio ambiente" tiene que ver solo con su contaminación, en un concepto que además no incorpora otras evidentes formas de degradación del entorno.
Hay un vínculo histórico y complejo entre derechos sociales y territorio, y una Constitución moderna debe definir ese vínculo, pues se refiere principalmente a la calidad de la convivencia en espacios comunes y debe, por lo tanto, establecerse atendiendo los mejores estándares posibles y las expectativas de la población. En nuestro país, la discusión del desarrollo territorial y del hábitat ha estado históricamente circunscrita a una dialéctica entre políticas públicas y emprendimiento privado, postergando hasta ahora el concepto de mínimos derechos garantizables. Chile suscribió la carta de Derechos Humanos de 1948 y los dos pactos internacionales de 1966 que la complementan -el de los derechos civiles y políticos, incluido el derecho de propiedad, y el de los derechos económicos, sociales y culturales, incluidos los ambientales- fueron suscritos por Chile en 1969 y ratificados en 1989, aunque nunca fueron explícitamente expresados en la actual Constitución.
En un debate sobre los mínimos derechos fundamentales para las próximas generaciones en un país mayoritariamente urbano, es hora de determinar las condiciones de vida en nuestras ciudades, definiendo espacios físicos y sociales, asignándoles el valor que les corresponde en el largo plazo. Debe definirse la función social del suelo, sin confundirla -como se ha intentado hacer desde el mundo inmobiliario- con un conflicto ideológico en el marco de una filosofía económica ultraliberal que parece aborrecer la planificación y por lo tanto envilece el rol del Estado. La evidencia de hoy es que nuestras ciudades no se han desarrollado de un modo eficiente, sano ni bello en las décadas recientes, ni se han resuelto los ingentes problemas de desigualdad de oportunidades para sus habitantes. Al contrario: siguen siendo las más segregadas del mundo; han perdido innecesariamente muchos de sus mejores atributos físicos, y no por simple crecimiento o evolución, sino porque relajamos las normas urbanísticas y debilitamos la institucionalidad pública que debería hacerse cargo de todo aquello que el sector privado desdeña. Este rol público debe ser recuperado, con especial énfasis en la gestión de territorios y ciudades desde la institucionalidad local y regional.
*Basado en un texto de la arquitecta Ana Sugranyes, Comité Hábitat y Vivienda del Colegio de Arquitectos de Chile.