En La Cultura de las Ciudades (1938), Lewis Mumford denunciaba con vehemencia el quiebre sobre la cultura y las formas del espacio producto de la revolución industrial; especialmente, la devastación ocasionada por la mentalidad minera, que depreda su territorio hasta agotarlo. Las ricas redes solidarias y la vida comunitaria de la ciudad medieval, así como la voluntad estética y simbólica de la ciudad barroca desaparecieron en Coketown, aquel villorrio engendrado por la minería del carbón y sometido a su miserable cometido. Si las ciudades se habían originado por el trabajo agrícola de la tierra, la extracción minera rompía con ese vínculo de sentido que existía entre humanidad y naturaleza. Mumford hacía notar cómo esto se resumía en el término alemán abbau que, además de minería, significa desmantelamiento. De la misma forma como se horadó la roca para sacar minerales sin importar cómo reemplazar lo extraído, se talaron los bosques, se cazaron los bisontes y se mataron las ballenas. Para el capitalista industrial de fines del siglo XIX, el paisaje no era más que una fuente inagotable de recursos.
En nuestro siglo y en nuestro país, es la propia agricultura la que ha mandado callar a las Geórgicas de Virgilio y se ha dejado seducir por la inmediatez del extractivismo. Para qué solo pedir de comer a la tierra si podemos también explotarla y llenar nuestras bóvedas. Pero pronto no quedarán más paisajes, apenas algunos parajes poblados de grandes usinas: galpones con gallinas medio ciegas que no ven nunca la luz, ganado y cerdos sumergidos en su propio estiércol antes de pasar a nuestra mesa, grandes barcos que dragan los mares para hacer harinas, bosques nativos muertos para hacer virutas de pino, piscinas atestadas de salmones enfermos. Y un excedente insensato. Asolado el paisaje, ya no habrá más pescadores que observen con detención lo que hay en sus redes, ni pastores que conozcan sus ovejas, ni paisanos que labren su país. Probablemente, no quedará ni país que amerite cultura.