Ausente desde 1980 de nuestros escenarios, "La Gioconda" (Amilcare Ponchielli, estrenada en 1876) es uno de esos títulos -como "Andrea Chénier" de Giordano y "La Fuerza del Destino" de Verdi- que el público operático chileno anhela ver en escena. El deseo se cumplió en este caso, y el resultado satisfizo en lo general a los espectadores, que presenciaron un espectáculo de cierto nivel, pero de escasas sutilezas vocales, montado con los medios disponibles hoy en el país y con un elenco respetable que, sin embargo, no permite olvidar que las voces para esta ópera están en extinción.
Con un argumento absurdo hasta el punto del abuso, basado en "Angelo, tirano de Padua" de Victor Hugo y libreto en cuatro actos de Tobbia Gorrio, anagrama de Arrigo Boito, el interés de "La Gioconda" radica en su partitura que, aunque muy desigual, propone momentos riquísimos, con melodías entrañables (aria "A te questo rosario" o frases como "L'amo come il fulgor del creato!") y un flujo rítmico cambiante que suele traer conflictos entre el foso y el escenario, lo que sucedió esta vez en más de una ocasión. Pero el maestro Konstantin Chudovsky supo plasmar la textura sinfónica de esta música que tiene una orquestación colorística y suntuosa. El oscuro preludio, que habla de las tinieblas que pueblan "La Gioconda" completa, llegó con toda esa carga impresionista que tiene, y que se transmite a lo largo de la ópera a través de innumerables toques descriptivos.
Para el coro, esta ópera es también de gran exigencia. De hecho, es el gran protagonista del primer acto y siempre está sometido a pruebas, cantando desde dentro o desde fuera del escenario. La abigarrada primera escena propone constantes variaciones en la dinámica (graduaciones en la intensidad del sonido) y también en la velocidad, lo cual se tradujo en algún desorden inicial, y también hubo incertidumbre en la afinación en "Ho! he! ho! he! Fissa il timone!". Pero el Coro del Teatro Municipal logró exhibir aplomo y contundencia vocal en la escena del incendio del barco (final del segundo acto), en el concertado del tercer acto, y en las hermosas líneas cantadas desde la iglesia ("Angeli Dei...").
La producción contó con una adecuada régie de Jean-Louis Grinda, que se apegó al argumento y que resolvió bien las escenas de conjunto, aun cuando el trabajo sutil de actores es tarea pendiente; en este aspecto, todo fue obvio y rotundo. La escenografía de Éric Chevalier, austera y de estructura algo tiesa, muy poco veneciana, sirvió a la acción y se llevó bien con el hermoso y lujoso vestuario de Jean Pierre Capeyron. Colaboró a la atmósfera crepuscular, de manera clave, la iluminación de Ramón López, atenta a las sombras y a los claroscuros que definen a "La Gioconda". La coreografía de Eugénie Andrin para "La danza de las horas", de rara mezcla estilística, funcionó solo como divertimento algo "freak", sin proponer nada en especial.
Todos cantaron fuerte, pero sin refinamiento alguno. La Gioconda fue la soprano Elizabete Matos, de voz poderosa pero de emisión entubada y corta de fiato , que resuelve el arduo papel con seguridad, agudos lacerantes y graves de pecho; no supimos de los pianísmos de "Enzo adorato! Ah! come t'amo!".
Incómodo en su célebre romanza "Cielo e mar", Walter Fraccaro (Enzo) tiene un canto -a veces nasal, a veces de garganta- que cansa con su constante empuje. Barnaba fue el barítono Sergey Murzaev, actor solvente y con la "voz siniestra" que se espera de Barnaba, pero que no sabe de matices y que hace todo en forte . Correcta la Laura de la muy buena mezzo Géraldine Chauvet, quien se escuchó agobiada por el a ratos abrumador sonido orquestal, y que tampoco sacó provecho de las hermosas frases que Ponchielli escribió para ella en el dúo con Gioconda. El bajo Sergey Artamotov tiene porte escénico pero el malvado Alvise, por tesitura, no es papel para él. Sobrecogedora, bien cantada y actuada La Cieca de la mezzo chilena Evelyn Ramírez, quien recibió el mayor aplauso de la noche.