Ricardo Nixon School y La hora más corta son dos novelas breves que podemos ubicar en las antípodas del género narrativo tal como lo manejan muchos escritores jóvenes de hoy. Tanto Cristian Geisse, autor de la primera, y Francisco Díaz Klaassen, autor de la segunda, manejan con similar soltura y propiedad el lenguaje narrativo, pero mientras que el de Geisse exhibe los rasgos de desenvoltura, sarcasmo y parodia en que muchas veces el lenguaje se refugia cuando debe representar realidades que no sentimos familiares, que son ajenas porque nos han sido impuestas pero que estamos obligados a vivir, el de Díaz Klaassen muestra la imparcialidad lingüística, el esfuerzo de distanciamiento afectivo, la gélida objetividad de las palabras con que nos protegemos del dolor que eventualmente pueden producir nuestras propias opciones.
La historia de Ricardo Nixon School se ambienta principalmente en Valparaíso. Arturo Navarro, el narrador, encarna la figura de muchos jóvenes de hoy. Sus estudios universitarios no lo han conducido a ninguna parte y ha debido buscar empleo como profesor en un roñoso colegio particular de Viña del Mar donde "llegaba lo que botaban de los otros colegios". Desde los primeros párrafos, su discurso destila acervo sarcasmo para describir el actual sistema educativo chileno así como sus experiencias como docente en un arquetípico establecimiento educacional de lucro. La imagen del colegio y sus diarias actividades adquieren los rasgos de una sátira pesadillesca que al mediar el texto pareciera incapaz de sostenerse por más tiempo. Pero de súbito la historia cambia radicalmente de sentido: aparece un nuevo alumno, Terri, un perro que no solo se distingue por su buen comportamiento en clases sino que según el punto de vista del narrador se convierte también en el pololo de la estudiante de quien el infeliz maestro está secretamente enamorado. La conclusión de todo este berenjenal es una morrocotuda borrachera y el fin de su carrera docente.
El texto de La hora más corta es breve y fragmentario, tanto en su extensión como en el volumen de los episodios que se recogen en su interior. Su forma responde al sentimiento de la existencia que manifiesta el personaje central: "Días compuestos de fragmentos sin conexión por los que transitar aturdido, apenas entendiendo el paso de un momento a otro". El relato se sostiene sobre dos voces. Una corresponde a alguien que se limita a intercalar observaciones en el discurso del personaje principal, cuya voz domina el texto. Se trata, en este caso, de la voz de un hombre que se mueve mecánicamente por un tenebroso e inhóspito departamento de Nueva York mientras se esfuerza por escribir después de haber perdido a la muchacha con quien vivía. Ahora lo acompañan solo su obsesión para matar a una rata que se ha instalado en su departamento, la ausencia de sol, el estremecimiento que causa la pasada del metro por las cercanías, las imágenes que fisgonea en las ventanas de sus vecinos y la memoria de los momentos vividos con la joven desaparecida. Estos recuerdos imponen a su narración un temple de ánimo torturado que crea una atmósfera existencial claustrofóbica y opresiva de umbrales que apuntan hacia un pretérito irrecuperable mientras el presente gira en torno a una oscura obsesión erótica corporal.
Estamos, pues, frente a dos novelas breves de atmósferas radicalmente antagónicas: una es carnavalesca y disparatada; la otra, heredera del hiperrealismo agobiante de Onetti y Paul Auster. Pero las dos presentan mundos similares de donde se han extinguido los valores, los sentimientos, el optimismo, la energía vital que conduce hacia el futuro. Como afirma el dicho, los extremos se tocan. Terminada la lectura, ambos relatos dejan efectos similares en el ánimo del lector: desorientación ante lo que se ha leído y la pregunta no tanto sobre los propósitos de los textos sino sobre el lugar adonde se nos quiere conducir con ellos, si es que sus autores pretenden conducirnos a alguna parte.