Decidir dejar la patria conlleva pesadumbre y resignación. Especialmente cuando hay un par de manos trabajadoras atadas, que se desesperan en su impotencia. El inmigrante, que ve en el trabajo la única redención de sus males, está dispuesto a todo. Su primer lugar de llegada es una habitación paupérrima, lo más económico que ofrezca el mercado. Casi no habita -apenas pernocta- con la vista al frente, la cabeza puesta en sus esperanzas y el corazón en la familia distante. Vive una existencia en suspenso a la espera de mejores días y lo poco que gana, lo envía a casa. Afortunadamente, en el centro de Santiago se comienza a regular el sistema de arriendo y subdivisión de propiedades, para combatir los tugurios decimonónicos con los que algunos compatriotas hacen negocio a costa de sueños desterrados.
A la dignidad suspendida, los expatriados deben sumar nuestra xenofobia. Esos miedos e inseguridades revestidos de prepotencia que exigen al extranjero pasar inadvertido. Como si todos no fuéramos hijos de algún tipo de emigrante que alguna vez preparó esta tierra para que fuese como nuestra. En los ojos de los haitianos, dominicanos, peruanos, veo los pesares de nuestros antepasados. Esos que dejaron la patria o el campo; que cambiaron el sur por el norte, el azadón por el maletín, la guerra por un boliche de botones.
Con el cinturón muy apretado, muchos inmigrantes consiguen establecerse y surgir. Se acercan a sus coterráneos y establecen redes solidarias que suplen -aunque nunca reemplazan- la familia ausente. Buscan vivir cerca unos de otros, y algunos aprovechan las necesidades de sus pares y sus melancolías, importando pequeños trozos de la tierra lejana; tesoros afectivos que inyectan nuevas fuerzas al alma peregrina. Así, la ciudad se va llenando de nuevos colores, perfumes y voces en este paisaje de la perseverancia. Los lugares se diferencian, la complejidad nos educa en el respeto y la cultura urbana se enriquece. Y un día cualquiera, sus hijos amanecen hablando con acento chileno.