Un tipo en silla de ruedas que de pronto descubre -desde su escasa opción de movilidad- que algo siniestro está ocurriendo cerca suyo, y una chica linda y desparpajada que llega a llenar su soledad y a darle un poco de aire hogareño a su madriguera.
El muy bien logrado thriller argentino "Al final del túnel" recoge la misma circunstancia que esboza la partida de "La Ventana Indiscreta" (Hitchcock, 1954).
Pero esto ocurre en Buenos Aires, en una casona que alguna vez fue hermosa y elegante, y hoy es un lugar lúgubre, sucio y desordenado, como su solitario dueño, y la chica en cuestión no luce modelos de alta costura como Grace Kelly, sino un vestuario "feria ambulante" style , ad hoc a su personaje.
Leonardo Sbaraglia (¿se acuerda del conductor del auto en la carretera en "Relatos Salvajes"?) es Joaquín, un ingeniero informático que pasa su tiempo en el sótano, al que accede por un rudimentario montacarga, donde se sumerge en sus computadores, utilizando todo lo que ofrece el mundo online , armando sus propios "gadgets", micrófonos, audífonos, etc.
Este lobo estepario herido en el alma, que fuma sin parar, tiene como única compañía un perro medio moribundo -o tan deprimido como su amo-: Casimiro. Son los sobrevivientes de lo que alguna vez fue un hogar, como lo sugieren las voces que se escuchan en off en las primeras imágenes, mientras la cámara entra desde el negro pavimento salpicado por una lluvia torrencial hacia las oscuras estancias de la casa.
De pronto aparece en el umbral una chica de short, piercing en la nariz, ombligo al aire y una niña en brazos. Berta (la española Clara Lago, "Ocho apellidos vascos") viene por el aviso de arriendo de "habitación con terraza". Joaquín no alcanza a protestar por la intempestiva visita cuando ella ya está instalada, le cuenta que es bailarina del caño y que el lugar le parece estupendo.
Refugiado en su sótano, una noche Joaquín oye voces y movimiento al otro lado de la pared.
Aunque es evidente que el director y guionista Rodrigo Grande ha aprendido bien del maestro Hitchcock (si me apuran, por ahí hay una brisa de "Vértigo"), en el guión cuidadosamente elaborado de "Al final del túnel" no solo hay un replanteamiento de lo que es el suspense, sino un toque de la violencia a lo Brian De Palma o a lo Sam Peckinpah. Hay escenas crudas y otras en las que corre su resto de sangre -las menos-, pero nada que siquiera se acerque al gore ni para amedrentarse.
El realizador se cuida muy bien de no distanciar ni distraer al espectador del tejido con que va urdiendo el relato, lleno de giros y situaciones inesperadas, de manera que a medida que se van sucediendo vertiginosamente los hechos y se van revelando verdades como muñecas rusas, todo calce como un puzzle.
Porque usted, probablemente, pensará que esto se trata de adivinar el pasado oculto y trágico del protagonista, el que, como James Stewart, se entretendrá adelantándose a los pasos de un asesino.
Pero no. Cada secuencia trae un ingenioso as bajo la manga, mientras la tensión va in crescendo hasta dejar al espectador con el corazón en la boca.
A la cuidada y detallista puesta en escena, la película suma un elenco que se desenvuelve con fluidez coreográfica.
Sbaraglia construye con solidez y seguridad su rol desde el primer minuto en que aparece en pantalla, sin aspavientos ni gestos de más.
Los inquietantes personajes en manos de Pablo Echarri y Federico Luppi resultan fundamentales para completar la construcción de una trama perturbadora y turbia.
"Al final, todo depende de una mina o de la suerte", como afirma uno de ellos (versión porteña del "cherchez la femme"). Pero ni siquiera eso es aquí una certeza.
"Al final del túnel" es esa clase de películas que uno ve sentado en el borde de la butaca y ¡sin parpadear!
Muy entretenida.
(En Cartelera)