Hará treinta años, un señor ya viejo me pidió prestado algo de Joaquín Edwards Bello. Le llevé
Hotel Oddó, en la edición de Zig-Zag, la que tiene en la portada esa pintura de Enrique Lynch en que aparece el centro de Santiago en un día de lluvia. Me encontré con el señor al día siguiente y le pregunté si había leído algo del libro. Me dijo que no, que no pasó del título y la portada, que se fue quedando en las evocaciones de la imagen y así se durmió.
Claro, él había conocido el Santiago de la época del Centenario y aquel registro impreciso, en blanco y negro, de una zona por donde anduvo en su juventud, fue suficiente para activar la memoria y el sueño, que en este caso vendrían a ser la misma cosa. Como sea, la conclusión que se podría sacar de esta anécdota es que no es necesario zamparse trescientas páginas para generar una experiencia profunda. En la medida en que uno va sabiendo lo que busca solo necesita pistas, indicios.
Juan Luis Martínez, que tenía una biblioteca estupenda, me contó alguna vez que no solía leer libros enteros, que más bien los usaba para pensar, para conectar ideas, y por tanto muchas veces le bastaban los fragmentos. La lectura era para él una actividad anexa a la del pensamiento. Decía además preferir las cosas que escribían los teóricos sobre las novelas antes que las novelas propiamente tales.
Una de estas tardes nubladas abrí al achunte el libro
El subrayador, de Pedro Mairal, y caí o ingresé en un texto breve titulado "Día hábil". Fue una lectura de un minuto o dos, no sé, pero el hecho es que al llegar al punto final me di cuenta de que me había emocionado. Por lo mismo, en cierto modo, no era el mismo individuo de un rato antes. En unas cuantas palabras Mairal había iluminado un asunto que para mí siempre anda rondando en estado de inminencia: la imposible contemporaneidad de hijos y padres, la distancia insalvable que se da incluso cuando ambos coinciden en reírse de algo, solo porque uno lo hace en la infancia y el otro en la adultez, y entremedio hay treinta años irreductibles.
Para no volverse loco uno se olvida de este tipo de intuiciones, las pasa a la carpeta de las cuestiones pendientes, pero siempre penan o persisten, como una mancha sutil que se hubiera instalado en un punto del globo ocular y se moviera con nuestra mirada.
Me parece que Mairal habla de pasillos, pasillos de casas, que son los lugares propiciatorios de la metafísica domiciliaria junto a espejos, escaleras, ventanas. Hay que imaginarse en qué sector del tiempo está el hombre que abre una puerta y ve a su hijo correr hacia él desde el fondo del pasillo, y cómo en una distracción generacional esa escena se convierte en una proyección del pasado y luego en memoria remota y más tarde, en olvido.
No es necesario zamparse trescientas páginas para generar una experiencia profunda. En la medida en que uno va sabiendo lo que busca solo necesita pistas, indicios.