La imagen lleva poco más de una semana dando vueltas: De Niro, Scorsese, Keitel, Jodie Foster y Cybill Shepherd. Todos juntos, sonriendo ante la cámara, en celebración de los 40 años de "Taxi Driver", durante el Tribeca Film Festival. La foto se viralizó de inmediato, repletando de "me gusta" y emojis en redes sociales que amplifican a la perfección esta clase de festejos. Extraño y juguetón destino para una película que al momento de su debut en salas -el 8 de febrero de 1976- fue tildada poco menos que de apocalíptica, pero que hoy es evocada con todo el respeto que se debe a las leyendas.
Al final, siempre es un asunto de perspectiva. Tal vez esos sí eran tiempos de "acabo de mundo", con estructuras y valores en crisis; mientras que los de hoy son básicamente de
wi-fi, infinitos posteos y adormecido entretenimiento
on demand. Más allá de esas simplificaciones, llama la atención la reverencia con que hoy nos tomamos las correrías nocturnas de Travis Bickle, el insomne taxista que recorre un
midtown neoyorquino tan desvelado y al borde como él mismo. Un paisaje -Times Square, W 57th Street, la Séptima y Octava avenida y sus intersecciones con Broadway- que ahora resulta casi irreconocible tanto para el turista como para los mismos sujetos que día a día transitan por esas calles, edificios y comercios transformados, demolidos, vueltos a inaugurar, presas de un ciclo de uso y abuso del cual pocas memorias y cosas se salvan. La propia película lleva tiempo rescatada como uno de esos afortunados artefactos: en 1994, fue incorporada al National Film Registry de la Biblioteca del Congreso, en plena vigencia de la política de "tolerancia cero" impulsada por el alcalde Rudolf Giuliani, quien advertida o inadvertidamente hacía realidad uno de los afiebrados deseos de Travis: "un día, vendrá una lluvia de verdad y limpiará la mugre de estas calles".
A su manera, Giuliani borró del mapa a la Nueva York en caos de los 70 y 80, pero el eco de ese monólogo que el protagonista resuelve en atroz y compulsiva violencia aún inquieta. El guionista Paul Schrader ha insistido en que fue su manera de exorcizar una apabullante crisis afectiva y personal; tras estrenarse, el crítico Manny Farber la acusó de grandilocuente; John Hinckley, el perturbado sujeto que atentó contra Ronald Reagan, dijo sentirse identificado con el mensaje de la cinta, y, con motivo de los 25 años del filme, Jonathan Rosenbaum incluso sugirió que parte de la audiencia veía en "Taxi Driver" la culminación de una irresponsable fantasía de vigilancia civil que, durante la cruenta escena final, culmina en una suerte de liturgia de la justicia ejercida por la propia mano.
La condena de Rosenbaum dista de ser la última palabra al respecto. Los verdaderos clásicos nunca paran de cambiar ante nuestros ojos: en estos últimos quince años, se ha vuelto inevitable ver en los tiroteos masivos de Columbine, Virginia Tech, Charleston y tantos otros, la enloquecida sombra de aquel "solitario enviado por Dios" ("I'm God's lonely man"), como se autodenomina Travis; pero, más que nunca, el filme se desenvuelve ante nosotros como una parábola de disolución no solo ética sino metafísica. Un estadio terminal evocado por la expresionista paleta de colores del joven Scorsese -donde no solo los rojos sangran y se desparraman por el plano, sino también los blancos, los verdes y los amarillos- que expone ante el espectador una ciudad y una realidad que han dejado de negociarse en términos físicos, para desplegarse como cárceles mentales, inescapables.