No ha sido un golpe blanco, como el que ocurrió en Paraguay en 2012 al ser destituido Fernando Lugo entre gallos y medianoche, siguiendo la letra pero lejos del espíritu de la Constitución. Sin embargo, el proceso de destitución de Dilma Rousseff —innecesariamente bautizado impeachment— deja un sabor amargo incrementado por la significación continental (y hasta mundial) de Brasil. Se transforma en metáfora del embrollo latinoamericano de insuficiencia institucional y en la cultura política. Se comete, creo, un error garrafal, más allá del ambiente de ira comprensible que le dio origen.
La corrupción generalizada enferma a las democracias y vuelve cínica y oportunista a la clase política (“total —se razona—, por qué no voy a participar yo en el entuerto si de todas maneras van a creer que soy corrupto”). El maquillaje de cifras —Cristina daría cátedra— debe ser expuesto y explicado, pero ¿es tan grave como para destituir a una presidenta que había sido reelecta menos de dos años antes?
Si ahora se destituye a Dilma, este proceso se repetirá más adelante (Temer tiene tejado de vidrio) contra cualquiera que sea elegido. En los hechos tiene el mismo resultado que un referéndum revocatorio, una costumbre que se propala a través de los populismos que, por paradoja, se afanan en construir a un caudillo perpetuo. Las cosas van ligadas. La destitución de un presidente o de una alta autoridad solo debe ser un recurso extremo y para eso, con razón, existen los requisitos supramayoritarios: no puede ser el resultado de cambios de humor ni menos del gobierno de las encuestas; es como caer en el rugido de las galerías o del “monstruo”, de ese monstruo que es el Festival de la Canción de Viña.
Estas reglas no se escriben para sostener mayorías, no es su última razón de ser, sino para que las mayorías aprendan de sí mismas, ese tiempo de maduración que es necesario para lograr ganancias en la experiencia de las instituciones; la democracia es tanto libertad como método de autodisciplina para establecer reglas del juego formalizadas. Desvalorizar estos principios es una de las causas de fondo de la debilidad profunda de las repúblicas latinoamericanas, que todavía no emergen del todo de la larga y al parecer sin fin transición del antiguo régimen de antes de la independencia hacia la consolidación democrática. Todo ello si miramos a la moderna democracia occidental como meta (las democracias populistas y/o totalitarias también tienen raíces occidentales). Por lo demás, no hay otra democracia de verdad.
Brasil fue siempre considerado el país más estable en América Latina —en ese entonces, Chile venía en segundo lugar—, a pesar de ser un gigante con pies de barro, por la pobreza y subdesarrollo. Fue su gran carta en el siglo XIX y la primera parte del XX. Su régimen militar (1964-1985), de todos sus pares fue el que más convivió con algún grado de pluralismo y tuvo una evolución consistente junto a un impulso en el desarrollo, aunque lejos del milagro. La nueva democracia estuvo a salto de mata, pero con tendencia a la estabilización hasta que fue fijada por quien creo es su principal figura, Fernando Henrique Cardoso, que le otorgó dirección estratégica al país. De eso vivieron Lula y el vuelo le alcanzó para el inicio de Dilma. La crisis no vino solo del precio de los recursos naturales, sino de la vieja tendencia latinoamericana de pedirle a la economía lo que no puede dar, aunque quizás la situación no sea tan terrible. Antes de continuar hacia el despeñadero es mejor recoger los trozos originados en la actual trifulca, rearmar lo que se pueda y avizorar la puerta del laberinto.