De Aylwin ya se ha dicho casi todo. Pocas veces se ha visto un consenso tan mayoritario en torno a realzar su figura. Un estadista. Un gran político. Un hombre bueno.
Pero la muerte del ex Presidente ha reflotado también la catarsis por volver a revisar el pasado. Por analizar la transición. En definitiva, por analizar lo que fue su legado. Y aquí las voces son disímiles.
La mayoría se ha volcado a calificar adecuadamente su obra. Paz, prosperidad y unidad son las tres claves que más se resaltan.
Por el contrario, han sido pocos los que han salido a decir que su gobierno fue negativo. Dicen que transó principios, que claudicó el proyecto original y que pavimentó el neoliberalismo. El más emblemático, tal vez, ha sido el diputado Boric, quien acompañó su legítima discrepancia con la indecencia de no respetar el duelo oficial.
Pero Boric no es el único que ha levantado la voz. Son varios los que han aprovechado la muerte de Aylwin para -pública o soterradamente- criticar la transición. Hablan de transacción. Otros hablan derechamente de traición. Y si bien muchos han guardado silencio en estos días, por respeto, simpatía o afecto; los ideólogos de la Nueva Mayoría (los mismos que le aplicaron eutanasia a la Concertación), en su fuero íntimo, están convencidos de que -en el fondo- Aylwin representa la base de todos los problemas que hoy estamos viviendo.
La crítica es profunda. "Pato gallina" parecen pensar, emulando los rayados que proliferaron en la campaña de 1989. ¿Y qué le reprochan? Básicamente, no haber roto con la herencia de la dictadura. En el fondo, haber legitimado un modelo económico y haber aceptado convivir con un modelo político indecente.
La pregunta sigue vigente. ¿Por qué Aylwin no pasó la retroexcavadora por la herencia recibida? Y la respuesta parece ir por cuatro vías: Porque no quería, porque no podía, porque no lo dejaron o porque no le convenía.
No quería, porque tenía muy claro el valor de la moderación como requisito de éxito en su gestión. Nunca estuvo en los extremos, y criticó tan duramente a Allende como a Pinochet. El cambio gradual era lo suyo. La "medida de lo posible" era su lema.
No podía, porque tuvo que convivir con Pinochet. Tenía los amarres de la dictadura. Y porque contaba con una frágil mayoría de apoyo. Casi la mitad de la gente todavía veneraba al dictador, y un tropiezo en la gestión podría haber inclinado la balanza hacia el otro lado.
No lo dejaron, porque la gente de la que se rodeó no solo era inteligente, sino también pragmática. Foxley en economía decidió consolidar el modelo antes que destruirlo, y Boeninger entendió que la única navegación posible era en los estrechos mares de la institucionalidad heredada.
No le convenía, porque las reformas económicas de Büchi estaban dando sus frutos. Deshacer el "milagro económico" y matar el jaguar habría sido inconveniente. La economía chilena era venerada en el mundo y ello explica, incluso, que -para no generar ruido- no se revisaran las privatizaciones, algunas de las cuales son dignas de ser analizadas bajo un prisma policial.
Y hay un elemento más a tener en cuenta: el contexto. Aylwin asume cuando la polvareda de la caída del muro de Berlín seguía flotando en el aire. Junto a los ladrillos caía la utopía de la izquierda, y Fukuyama nos anunciaba el fin de la historia. Por otra parte, la asunción de Aylwin coincide con el fracaso de la izquierda latinoamericana, de Alfonsín en Argentina y García en Perú, lo que daba una señal muy clara hacia dónde había que dirigir el timón.
¿Hubo errores en los puntos anteriores? Sí. En todos ellos. ¿Se sobrevaloraron los riesgos? Evidente. Pero opinar con el diario el lunes, como lo hacen sus críticos, es demasiado fácil.
Cuando los Boric dicen que al pueblo se le dio la espalda y simplemente se le dijo que su participación ya no era necesaria para construir la nueva democracia, están equivocados. Claro, la democracia representativa no se junta con el asambleísmo a la que ellos aspiran, pero es evidente que el pueblo participó en la instancia propia de una democracia que son las elecciones. Y el respaldo duró muchos años.
Las virtudes propias, la fortuna y las circunstancias enaltecen el legado de Aylwin y lo transforman, sin lugar a dudas, en uno de los mejores presidentes que ha tenido Chile.
Aplicó el concepto de moderación descrito por Aristóteles, donde poco valor es cobardía, pero demasiado valor es temeridad.
El prudente es, precisamente, el que es capaz de escoger el término medio. El que es capaz de hacer las cosas "en la medida de lo posible". Su gobierno refleja bien eso. Y aquí la retroexcavadora no cabe.