Todas las encuestas coinciden en que para los chilenos, en particular para los de menos recursos económicos, la principal amenaza que se cierne sobre sus vidas es la delincuencia. No obstante, Chile tiene más o menos la tasa de delincuencia que le corresponde a su nivel de desarrollo, aunque alarma el hecho de que ella no se esté reduciendo al mismo ritmo de sus progresos económicos y sociales.
Cuanto mayor es la riqueza y el nivel de igualdad de un país, según los entendidos, menor es la violencia delictual -para decirlo de otro modo, a más pobreza y desigualdad, más delincuencia y violencia-. Los países latinoamericanos, sin embargo, escapan de este molde. Su tasa supera con creces lo que cabría esperar de su nivel de ingreso per cápita, de pobreza y de desigualdad. En otras palabras, los latinoamericanos tendríamos una predisposición a la delincuencia que no se correlaciona con su nivel de desarrollo. De otro modo, no se explicaría que en ellos se cometiera en 2012 un tercio del total de homicidios del planeta, en circunstancias que concentran apenas 9 por ciento de la población mundial.
Chile es la excepción. Aquí los niveles de criminalidad son congruentes con sus grados de desarrollo económico y de desigualdad. Pero hay algo que no calza: que pese a la elevación de la prosperidad material, a la ampliación de las oportunidades educativas y a la reducción -o al menos contención- de la desigualdad, las tasas de criminalidad se mantienen relativamente constantes. De seguir así, Chile terminaría asimilándose al patrón latinoamericano.
¿Será un problema de recursos? No parece. En la última década, el gasto per cápita destinado a seguridad ciudadana se ha duplicado, pero la violencia delictual no se ha reducido a la mitad, sino que se ha mantenido gruesamente estable. ¿Será entonces que las penas no son suficientemente drásticas y que los jueces disponen de excesiva manga ancha, lo que fomenta la "puerta giratoria"? Es lo que asume la llamada Agenda Corta Antidelincuencia, que propone aumentar las penas, restringir las atenuantes y reducir el acceso a penas sustitutivas y a libertad condicional a los delitos de mayor connotación y ocurrencia, como son aquellos contra la propiedad. Pero la evidencia tampoco apunta en esta dirección.
En los últimos veinte años, las penas ya se han elevado, y significativamente. La población penal, que en el año 2000 alcanzaba aproximadamente 66 mil personas, hoy supera las 93 mil. Chile tiene 243 presos por cada 100 mil habitantes, la tasa más alta de América Latina, y elevada en la escala internacional. Esto va de la mano de un hacinamiento que atenta contra los derechos humanos y contra cualquier ilusión de rehabilitación; hacinamiento que se vería incrementado de cumplirse lo que propone la Ley Corta.
La pregunta que cabe hacerse, entonces, es la siguiente: ¿por qué insistir en la misma receta, en circunstancias que el tratamiento no ha tenido los resultados esperados? La repuesta es simple: porque se asume que los delincuentes son actores racionales que al leer que han subido las penas y aumentan las posibilidades de caer presos, renunciarán a su cometido. Si así fuera, bastaría con más penas y más presos, y asunto concluido. Pero no es así. El comportamiento de los delincuentes no se ajusta a ese patrón racional -patrón que, vemos a diario, ni siquiera opera en la economía-, sino a una infinidad de variables mucho más sutiles. Para atacarlas, lo que se requiere es mejorar la gestión, lo que no es posible si las energías se vuelcan a la caza de más recursos o a la creatividad legislativa. Gestión: de esto depende que no terminemos con una tasa de delincuencia superior a la que nos corresponde.