El envejecimiento de la poesía es un fenómeno fatal, al menos para el poeta que quiera hacer con las palabras algo más que conquistar al auditorio predispuesto de un recital, situación que podríamos entender como un contexto fuerte. Si además hay una circunstancia exterior que agite en la mayoría la voluntad de acción -protestas, fechas conmemorativas, revoluciones-, el contexto pasaría de fuerte a duro.
La poesía es una cuestión un poco escurridiza, que manifiesta la suficiente capacidad de sobrevivencia para emocionar a un distraído con palabras que fueron escritas siglos antes. Shakespeare perdura en calidad de sorpresa permanente, no solo para el joven que empieza a leerlo por obligación y sigue haciéndolo por fascinación, sino también para quien lo ha leído mil veces, lo ha investigado y estudiado.
Cada vez que alguien dice con ímpetu doctoral -o al menos de posgrado- que un poema "debe ser entendido en su contexto", significa que el poema es malo o que algo falla en la lectura propuesta. Cuando se hace clases es útil acudir a los diversos contextos, pero la poesía es tan extraña que se desprende de este sistema explicativo y sobrevive aunque sus referencias sean oscuras. Eso es porque le habla directamente al alma, dirá el exégeta de tendencia mística. Yo no sé, es posible. El alma la intuyo en el aliento vital y en el ánimo.
La poesía necesita, por cierto, inspiración, o sea aire, o sea aliento vital. Y en la medida que habitualmente es la voz de un fantasma está vinculada al ánima, es decir al alma. Y la inspiración es parte de la respiración. Palabras pronunciadas en pausas de respiración. "Unidades de aliento", decían antes para describir la poesía de períodos amplios, no basada en la métrica, como el
Aullido, de Ginsberg.
Decía que el contexto demasiado presente es factor de envejecimiento en este rubro. Esto lo he pensado leyendo poesía chilena de los últimos cuarenta años. Hay imágenes que en mi recuerdo eran perfectas y ahora, pasadas las décadas, se han ido estropeando en la medida en que se ha modificado la realidad a la que con tanto afán invocaban. Tampoco la fórmula en que se conectan las palabras preserva en este caso una oscuridad conceptual que nos permita emocionarnos de una u otra manera.
Sospecho, en este entendido, que si uno va a poner en un verso la expresión "llamada telefónica" es mejor dejar simplemente la palabra "llamada". No por apostar vanidosamente a la posteridad, sino porque allá afuera los cambios son demasiado veloces. Los teléfonos desaparecerán como desapareció el fax. Pero la llamada estará siempre. La búsqueda, la pérdida, la llamada, el encuentro, esas son las categorías universales, afincadas en la vida de las manadas, de las bandadas y de las muchedumbres de las ciudades.