El amor es intimidad y no hay intimidad sin vulnerabilidad.
Antes, ser invulnerable era prerrogativa de los hombres. Ya no es así. También las mujeres, con sus múltiples nuevos roles, han desarrollado una aspecto de fortaleza donde la fragilidad es innecesaria...o lo parece.
Los hombres también cambian, pero se resienten con su nuevo rol, el de ser parejas de mujeres que se la pueden con todo. Sienten que las mujeres ya no piden, alegan. Ya no los dejan cuidarlas, los hacen sentir culpa, estar en deuda constante.
Siempre hubo mujeres fuertes. Capaces. Emprendedoras, Valientes. Eso no les impedía ser vulnerables. ¿Qué paso? Muchas y muchas cosas que no alcanzo a relatar en esta columna. Lo grave es lo que motiva la postura actual. Está prohibido tener miedo. Y todos estamos muertos de miedo.
Con vínculos inciertos -líquidos como dicen los expertos en oposición a la solidez de los vínculos perdurables que serían sólidos- el miedo obliga a disfrazarse. Y de tanto disfraz, ya no sabemos qué es qué.
Las mujeres siguen necesitando el amor como sentido de la existencia, pero no pueden reconocerlo ante sus hombres por miedo a perderlos.
No está de moda ser frágil, tener miedo.
No es seguro ser bondadoso, pueden confundirnos con tontos.
No está bien abrirse y mostrarse, es mejor defenderse.
Esto ha convertido a muchas parejas en un arena de gladiadores. Expertos en gallitos.
La compasión, que es la madre de las virtudes y de nuestra condición de humanidad y que hace la intimidad posible porque en la compasión yo no estoy apegada a mí ni al otro, sino desprendida al máximo de mí misma y abierta al otro, tiene un espacio cada vez menor en este campo de batalla.
Ser víctima no es mostrarse vulnerable. Es al revés. Es acusar al otro de ser culpable de mi malestar. Hombres y mujeres, más y más, sabemos pedir por la vía de la victimización, no por la vía de abrir las vulnerabilidades y convidar al otro a cuidarnos... si puede.
Parece que necesitamos desnudez. Pero no está de moda.