Debe haber muy pocos narradores de mi generación -en lengua castellana, al menos- que no hayan tenido entre sus maestros de escritura a Mario Vargas Llosa. Me parece que todos nos formamos una idea de lo que podía llegar a ser la novela moderna en nuestros países leyendo esas obras cumbre que son Conversación en La Catedral , La casa verde o La tía Julia y el escribidor . Todos aprendimos, por lo demás, la hondura y la complejidad que podían tener unas memorias con la lectura de El pez en el agua . El caso de Vargas Llosa es, además, el de un escritor precocísimo que produce a los vienticinco años -es decir a una edad en que la mayoría está tratando de empezar a escribir- una novela como La ciudad y los perros , que abre la puerta a esa edad dorada de la literatura latinoamericana que se conoce con el mal apodo de "el Boom".
Quienes nos formamos leyendo a Vargas Llosa admiramos dos aspectos cruciales que cimentan la importancia de todo escritor, al menos desde que el mundo fue transformado por el ideario de la Ilustración: poética y función. Me explico. En primer lugar está el contador de historias, el narrador propiamente tal. Vargas Llosa introduce en la temática, o en lo que podríamos llamar "la materia" latinoamericana, las técnicas de la novela moderna europea, básicamente las que se derivan de la novela anglosajona: desde Joyce a Faulkner y Dos Passos; sobre todo los dos últimos. De ellos viene la noción de montaje narrativo, esto es de sucesión de planos temporales diferentes, con una clara influencia de las técnicas narrativas cinematográficas aplicadas a la novela (el cine, hijo de la literatura, comienza a nutrir así a la novela), estos planos temporales suponen también planos espaciales y narradores diferentes. A ello se agrega la incorporación del dialoguismo y, por lo tanto, de la lengua oral: tanto Conversación en La Catedral -como su título indica- como La casa verde , son vastos entramados de diálogos, el narrador tradicional se eclipsa, así, para dejar la palabra a los personajes. Tiempo y lenguaje -tal como el propio Vargas Llosa ha escrito- son las dos vigas maestras de la novela. En este caso: tiempo no líneal, "montado" cinematográficamente, y lengua hablada. Vargas Llosa, con Borges, con Onetti, con Cortázar, despojan a la narrativa latinoamericana de su carga de exotismo folclórico; su narrativa es tan "moderna" como la que se escribe en Francia o en el Reino Unido.
El segundo aspecto crucial es aquello que se conoce como la función del escritor. Vargas Llosa ha sido "un intelectual orientado hacia el presente", como define Foucault al intelectual moderno. No era fácil, en los años sesenta, tomar partido contra el régimen de Castro, cuando en Europa y América Latina se cerraban filas como un solo hombre tras la revolución cubana. Tampoco era fácil declarar, en los estudios de Televisa y en las narices del propio Octavio Paz, que México era la dictadura perfecta. Intelectual de raigambre sartreana -mucho más de lo que él mismo quizá esté dispuesto a admitir-, Vargas Llosa ha ocupado la posición del escritor crítico del poder, pues sin duda supo, como dice Barthes, que el escritor es aquel que está donde no se lo espera. Y desde la crítica del poder se labró, más que ningún otro de sus contemporáneos, una posición de poder. Una posición, diríamos, regia.
Si Carlos Fuentes quería ser el Balzac de México -al punto que se hizo construir un mausoleo en el cementerio de Montparnasse, donde México, esa "dictadura perfecta", le "prohíbe" a su cadáver reposar-, Vargas Llosa ha logrado ser el Victor Hugo de América Latina. Un Victor Hugo de derechas, como corresponde a los tiempos. El único problema es que un escritor que solo frecuenta a los poderosos y, por ejemplo, celebra su cumpleaños rodeado de presidentes y ex presidentes, de aduladores y cortesanos, más que de lectores o de esos personajes corrientes que tan bien retrató, es un escritor que ha sido cooptado por el poder (poder político, mediático, institucional). Y un escritor que habla el lenguaje del poder -un lenguaje de "verdades directas", lo contrario del lenguaje literario- y encarna a la perfección la imagen que desde el poder se tiene del escritor, es un escritor que ha renunciado a aquello que lo singulariza: su mirada crítica, su capacidad de estar allí donde justamente no se lo espera. Lástima por nosotros.