Terminando la temporada de los asados y convivencias que dan por inaugurado el año, recordé el práctico y admirable invento bávaro del Biergarten -"jardín de cerveza", literalmente- que, a pesar de tomar forma en cualquier patio y aunque el material vegetal no sea materia estrictamente constituyente, se encuentra en admirable extensión y expresividad en los parques urbanos más concurridos de Alemania. Así, en un marco de frondosa vegetación, dotados de un amplio contingente de bancas y mesas colectivas, proveen de sustanciosos embutidos y abundantes fermentos. Muchos de estos lugares se iniciaron como refinados restaurantes para los paseantes encarrozados del siglo XIX. Algunos incluso fueron porfiadamente transmutados en bares lácteos, cuando la industria del siglo XX necesitó de un proletariado tan descansado como sobrio. Sin embargo, la fórmula triunfal fue la más sencilla, esencial y popular.
A primera vista parece una ramada que, aunque extremadamente ordenada, no carece de entusiasmo ni de liturgias costumbristas. A un costado se despliega una fabulosa Spielplatz o plaza de juegos, en donde los tiernos infantes transan seguros su futuro mientras sus padres liban energías para sobrellevar su presente. Jóvenes eufóricos, turistas despistados, ancianos reposados, niños ansiosos; todos comparten el mismo espacio entusiasta y jocoso. Todo bien servido, limpio y ordenado, rebosando dignidad: uno se siente haciendo lo correcto. Será que más de 600 años de cultura etílica permiten que nadie se suba a la mesa, ni orine en el árbol, ni quede botado en el piso, ni se robe ni queme nada.
¡Cuán felices seríamos los chilenos si pudiéramos revivir el chinganeo en nuestros parques, gozando del sol y de nuestros maravillosos comistrajos y licores! ¿Nos ganaremos alguna vez esa mayoría de edad que desde la Colonia se nos viene correteando? ¿Será que algún día aprenderemos a beber y divertirnos moderadamente, como ciudadanos decentes y bien portados? ¿Como si no fuera ese el último feriado de nuestras vidas?