No quiero tratar el tema de los crímenes que remecen la política, ni menos intentar un análisis de la criminalización de que padece, sino que referirme, al paso, al otro sentido (el auténtico) en que se emplea la expresión "política criminal"; es decir, el conjunto de directrices, de distinta jerarquía, que el Estado coordina para combatir el delito. Acá el principal problema que enfrentan los órganos del Estado involucrados es -como ocurre también en otras áreas- una derivación del principio de escasez: no se pueden perseguir todas las conductas criminalizadas porque el poder punitivo del Estado no da abasto; hay más ilícitos que tribunales, policías, gendarmes, cárceles y recursos disponibles. Es indispensable, entonces, establecer prioridades -ese es el propósito de una política criminal-, sobre todo considerando que el Estado contemporáneo se caracteriza por una inflación de la criminalización. Cada gobierno añade decenas de nuevos ilícitos penales y, rara vez, descriminaliza, existiendo hoy entre el Código Penal y las leyes especiales miles de conductas tipificadas como ilícitos que ordenan, por lo mismo, poner en funcionamiento el poder punitivo del Estado bajo ciertas condiciones. El ideal es que si no se pueden perseguir y sancionar todos -lo cual es un hecho-, la selección se lleve a cabo según criterios racionales, públicos y objetivos, evitando sesgos que violen el principio de igualdad ante la ley.
El problema se complica porque, de un lado, los ilícitos han sido establecidos por legisladores de diferentes épocas con distinta visión moral, ideología y formación, y por lo mismo, no hay racionalidad coherente en la asignación de las penas correlativas. Por otro lado, en el momento de entrada al sistema, una instancia en que juegan un papel clave las policías, no obstante los avances institucionales innegables, sigue persistiendo un sesgo atávico que, en general, perjudica gravemente a los hombres, en especial jóvenes, de las clases sociales más pobres y vulnerables.
Uno de los propósitos fundamentales de la reforma al sistema procesal penal fue combatir ese sesgo, trasladando la decisión relativa a la entrada al sistema punitivo a un órgano público idóneo, especialmente capacitado para realizar esa necesaria selección según criterios públicos y controlables. Y, en general, esa reforma ha sido en este aspecto, por fortuna, muy exitosa. La criminalización de la política, que afecta a personas con gran poder político y económico, es parte del éxito de esa reforma: los poderosos también pagan. Es muy lamentable que ahora se apruebe una "ley corta contra la delincuencia", que es un pésimo estímulo a favor de ese sesgo: aumenta innecesariamente la relevancia de la policía -a través de una ampliación inusitada y contraproducente del control de identidad- en aquella selección, lo que, en vez de mejorar la persecución de los delitos más graves, redundará en un recrudecimiento, moral y jurídicamente inadmisible, de aquel sesgo social.