Los aspectos musicales en general funcionaron en esta producción de "Don Giovanni" (Mozart) con que el Teatro Regional de Rancagua inició su tan interesante temporada lírica que incluye "Orfeo" (Monteverdi) y "Las indias galantes" (Rameau). La dirección musical de Marcelo Birman fue cuidada y se ocupó de llevar por buenos caminos a los cantantes, pero la obertura resultó laxa y sin suficiente hondura dramática, algo que en general tiñó toda la representación. En el despliegue orquestal tan exigente, lo mejor se obtuvo en el "trío de jardín", al comienzo del segundo acto, y en la cena de Don Giovanni amenizada por fragmentos de partituras de Sarti, Martín i Soler y de "Las bodas de Fígaro". El viaje a los infiernos del protagonista, desde la aparición del Comendador, se sintió sin suficiente fuerza a pesar del empeño de los trombones. La fuga final estuvo bien ejecutada.
El grupo de cantantes chilenos escogidos es de alto nivel, aunque en algunos casos sus voces no corresponden a las que se requieren para estos roles. En particular ocurrió con Donna Anna (Patricia Cifuentes, de espléndidos agudos, pero con centros y graves poco consistentes); Donna Elvira (Catalina Bertucci, sin la vibración dramática amplia de Donna Elvira, aunque hizo un buen "Mi tradi") y Zerlina (Marcela González, de emisión sin la liviandad que se espera). Las tres, sin embargo, son artistas musicales y resolvieron con altura sus partes. Entregado en lo vocal, seguro y efectivo en escena, el Don Giovanni del barítono Patricio Sabaté, pero la pulcritud estilística está pendiente. El barítono Ricardo Seguel compuso un excelente Leporello, tanto por habilidad teatral como por holgura vocal; estuvo muy divertido en su "Madamina". El tenor Exequiel Sánchez cantó un emocionado Don Ottavio, menos pusilánime que lo habitual, triunfando en "Dalla sua pace" e "Il mio tesoro", momentos en los que puso algo de ternura e intimidad a la puesta. Javier Weibel fue un muy buen Masetto y Sergio Gallardo resolvió con éxito las profundidades abismales del Comendador.
Trasladada la acción a nuestros días, fue notabilísimo el dispositivo escénico y la brillante y funcional escenografía virtual de Diego Siliano, cuya imaginación desbordante bien conocemos en Chile. En lo visual también tuvo un papel clave el elaborado diseño de iluminación de Horacio Efron, desde la luz plena a los ambientes oscuros, y el colorido vestuario de Luciana Gutman. La dirección escénica de Marcelo Lombardero casi se olvidó del
dramma y prefirió lo
giocoso -muy gracioso el famoso catálogo de mujeres que Leporello revisa en un iPad-, pero esta ópera tiene un doble carácter y eso se echó en falta. El protagonista construido es un ser bastante raro, más allá de las rarezas propias del personaje diseñado por Lorenzo Da Ponte: en el primer acto, Don Giovanni es un violador enmascarado, que tras asesinar al Comendador le quita la billetera; de pronto resulta un delincuente timorato que se refugia en la cocaína para seguir adelante; después es un burlón medio mafioso que reparte billetes a destajo... Termina suicidándose.
En una opción que ya está bastante pasada de moda, esta producción abunda en referencias sexuales. No pasan dos minutos y los hombres están haciendo movimientos de pelvis o bajándose los pantalones, y las mujeres abriendo las piernas y tocando los genitales de sus parejas (así reconquista Zerlina a Masetto...). Aunque la platea suele reírse con estas cosas, que ya a nadie escandalizan, termina por aburrir tanta obviedad; no resulta ni disruptivo ni provocador. Al revés, provocador sería que la
régie se abocara a una ópera estupenda como esta desde un punto de vista intelectual de envergadura. Por supuesto que en esa mirada el sexo puede estar presente e incluso ser el punto central.