A veces uno cree que lo que pasa en Chile es único. Nos olvidamos de lo globalizados que estamos. Porque lo que pasa aquí pasa, de alguna forma u otra, en otras partes también.
Me lo decía esta semana leyendo "La forma de las ruinas", la última novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez. Tras una ausencia de 12 años, el narrador vuelve a Bogotá. Encuentra que la ciudad está muy cambiada. "Se me había vuelto bronca, hostil e intolerante", dice. Ya no es amenazada por los narcos o las FARC, cuando "la violencia... era la que salía de unos actores bien definidos en guerra contra los ciudadanos". Ahora la agresión está en los ciudadanos mismos. Estos, envueltos en sus "pequeños fundamentalismos" y dedicados a sus propias cruzadas, andan todos "con el dedo acusador enhiesto y preparado para señalar y condenar". O sea en Bogotá, cada ciudadano se siente rabiosamente empoderado, ¡como en Santiago!
El tema es que hay por todos lados una suerte de sublevación ciudadana: lo que en el PNUD llaman malestar, pero que en realidad no lo es, porque es más bien empoderamiento. Se debe a varios factores. Por un lado, la gente está cada vez más informada, lo que les da una sensación de fuerza. Y como sus fuentes de información son muy diversas, las élites ya no les pueden imponer sus propios paradigmas. Por otro lado, hay la percepción de que las élites mismas se han equivocado drásticamente, en muchos frentes. Sus economistas no anticiparon ni la crisis de 2008-9, ni la estrepitosa caída en los commodities que padecemos actualmente, y hoy discrepan mucho respecto a qué hacer. En cuanto al caos del Medio Oriente y las masivas migraciones que provoca hacia Europa, es a todas luces el producto de ineptas decisiones tomadas por poderosos gobiernos occidentales en relación a Iraq, Libia o Siria. Y aun las élites que han tomado decisiones acertadas están desprestigiadas, porque están sometidas a nuevos estándares, y ya no hay desliz que logre eludir el implacable escrutinio público. Como resultado, las tasas de rechazo de las grandes figuras políticas son cada vez más altas. Por ejemplo Trump y Clinton, los candidatos más probables a presidente de Estados Unidos, tienen tasas de rechazo de 65 y 57 por ciento. Finalmente la tecnología y la globalización hacen que el mundo cambie con inusitada velocidad. Eso asusta y enoja. Mucha gente se siente desplazada. Es la que sigue a un Trump, a un Sanders, a una Le Pen o un Corbyn: líderes en los extremos de la derecha o la izquierda que acogen sus resentimientos.
Un mundo como el actual en que cada ciudadano se siente empoderado, y orgulloso de su propia cosmovisión, no es necesariamente un mundo de malestares ni es, como cree el PNUD -al confundir correlación con causalidad-, uno que esté molesto con algún modelo, ya que se da en países con modelos muy diferentes. Sí es un mundo de opiniones apasionadas que se ha vuelto difícil de gobernar. Tanto más por ser esas opiniones tan diversas y discordantes, en lo que termina siendo una ruidosa y cambiante cacofonía. Un mundo así clama por buenos liderazgos, no aquellos -despreciables- que pretenden gobernar en función de encuestas, sino aquellos que entre tanta cacofonía son capaces de ver el norte y de ofrecer una conducción eficaz. Liderazgos capaces desde luego de sobrevivir al más duro escrutinio público, lo que implica que deberían provenir de las nuevas generaciones, porque las antiguas se plegaron nada más que a los ahora insuficientes estándares del pasado.
En un mundo cambiante como el actual, los países que logren ese tipo de liderazgo se diferenciarán favorablemente de aquellos que, en la confusión actual, caigan en liderazgos populistas. Ojalá en Chile estemos entre los primeros.