Es el curso fatídico que siguen las cosas: un conflicto de baja intensidad, de guerrilla y terrorismo, de insurgencia y (todavía no) contrainsurgencia, y al final parecerá una pequeña Colombia. No dejará de haber tentativas internacionales de mediación que afectarían al país en lo interno y externo.
El conflicto mapuche se suscitó a partir de 1990 en combustión lenta hasta que a fines de la década era percibido como tal. El fin de la Guerra Fría abrió paso al protagonismo de factores étnicos y culturales como detonantes de conflictos. Resentimientos ideológicos y la activa colaboración de intelectuales que con buenas y malas razones se asemejan a constructores de ficciones y arrojan leña a la hoguera. No se trata solo de un fenómeno chileno, sino que de una ola de la política mundial; sucede aquí y por doquier; no es el brotar de una verdad reprimida, explicación elegante y snob que se esgrime. De ahí la participación de un nutrido grupo de ONGs de origen europeo, y nuestra no meditada adhesión al Convenio 169 de la OIT, iniciativa holandesa, ¡país que en el colmo del diletantismo no tiene indígenas! (pero sí muchos inmigrantes musulmanes; ya veremos).
Apuntando a los factores internacionales, no afirmo que en sí mismo el conflicto mapuche sea pura imposición, un cuerpo extraño a la nacionalidad. Esta confrontación inducida reabre una herida con muchas posibilidades de cicatrización cuya profundidad en cambio se exagera con fruición provista de estrategia político-militar, vertiendo sal e inventando un muro étnico que en sus justas dimensiones es mucho menor. En todo el mundo los conflictos étnicos y nacionalistas desde el siglo XIX a lo largo del globo han vivido y prosperado radicalizando diferencias inevitables, creando fosos que por artificiales que muchas veces sean, igualmente producen consecuencias desoladoras. Este quiebre ha llegado a ser parte de Chile, a pesar de que la raíz indígena resida en la inmensa mayoría de los chilenos -es mi caso- y la mayoría de los mapuches de carne y hueso estén repartidos pacífica y activamente a lo largo del país. No es aquí sin embargo donde los activistas del "foco" -principio guevarista- han tenido éxito hasta ahora.
En cambio, arrastrando de buena o mala gana a un sector de la población más mapuche que otra -no se puede decir más-, que en no pocos casos "descubre" que es mapuche, el conflicto se ha profundizado por medio del hostigamiento violento, con palos y piedras primero; luego con gradualidad organizada por medio de armas de fuego, castigando a los "traidores" -vieja y cruel triquiñuela terrorista-, hasta hacer que toda una región se vuelva invivible, al menos fuera del radio urbano. Recientemente destella una añadidura: a la limpieza étnica se le suma la religiosa.
Ningún gobierno ha podido revertir esta marcha al abismo; nos seguimos precipitando en el mismo. Una victoria cartaginesa -erradicación a sangre y fuego- está prohibida en un Estado de Derecho; aviva el fuego desde otra dirección. La autodefensa, por legítima y comprensible que sea, ha sido siempre inútil y además conlleva consecuencias criminales. Tampoco resultará una simple entrega de tierras; al igual que la reforma agraria, no soluciona la pobreza, aunque puede tener un efecto simbólico si es que el país posee los recursos. Solo la separación del violentismo -que no estamos seguros de si es un sistema de células dispersas u obedece a una central, aunque organización sistemática la hay- del cuerpo de los que pueden identificarse como mapuches (no hay un ente puro), por medio de una estrategia de mediano plazo, podría acertar con el apaciguamiento necesario.