En Centroamérica, la región que enriqueció el español con palabras como enagua, hamaca, butaca y canoa, se celebró una nueva versión del Congreso de la Lengua Española. Puerto Rico -tierra limítrofe del idioma- fue la sede de este encuentro que culminó hace pocos días y donde hubo conferencias, diálogos y una que otra controversia, a raíz de la alusión al país anfitrión como un lugar fuera de Hispanoamérica.
El escándalo no fue tanto, eso sí, como en aquel congreso en el que García Márquez llamó a "jubilar la ortografía, terror del ser humano desde la cuna". Pero más allá de estas polémicas -o quizás gracias a ellas- lo cierto es que el tema del español y sus usos, si antes olía a naftalina, hoy genera noticia, aparece en la prensa y está presente en las conversaciones. No solo en España o en Colombia, sino también en Chile.
¿Hablamos tan mal los chilenos? ¿Por qué atenuamos lo que decimos, hasta llegar a expresiones como 'un poquito mucho'? ¿Es cierto que el voseo (cantái-estái) tiene siglos de historia en nuestra habla? ¿Por qué pronunciamos poh en vez de pues? ¿Qué frases nos caracterizan? ¿Solo nosotros empleamos palabras como ampolleta, caluga, fome, cachureo y refalín? ¿Nos expresamos en un tono más agudo que los españoles?
Inquietudes como estas se tratan en libros recientes, en coloquios y en artículos de prensa. En el último encuentro de "Puerto de Ideas", en Valparaíso, fui testigo del gran entusiasmo que generaron los temas idiomáticos en el público.
¿Qué ha sucedido? Creo que se conjugan distintos factores, entre ellos investigadores, que a través de sus libros le han hablado a un público más amplio que el del circuito académico, y la activa agenda de nuestra Academia de la Lengua. Pero también pareciera que los chilenos hemos atisbado que conocer sobre el uso que le damos al idioma nos acerca a nuestra idiosincrasia, con sus luces y sus sombras.
Dicen que tenemos un habla esquiva, que rehúye el enfrentamiento o las afirmaciones directas. Que cambia todo el tiempo -¿por qué ya no comemos verduras sino vegetales?-, que a veces se rinde ante el inglés (los centros comerciales y clínicas se llenan de zonas de drop off ) y en otras sale victorioso. Que integra múltiples términos quechua y mapuche, entre ellos muchos topónimos (casi la mitad de las comunas de la Región Metropolitana tienen nombres de origen indígena). Que combina jerga juvenil con antiguas palabras españolas -pollera, aguaitar, emprestar- que poco se usan en la Península.
Es saludable fijar la vista en este rico tapiz que compartimos los chilenos, que habla de mestizaje y que a través de las palabras va enhebrando costumbres, formas de ser, cambios culturales. Hace un tiempo, el académico Gilberto Sánchez, uno de los mayores conocedores de la relación entre nuestro idioma y las lenguas indígenas americanas, me explicaba su visión del término charquicán, como un híbrido entre una palabra de origen quechua (charki) con una terminación de vertiente mapuche (-kan). Una buena metáfora de nuestra habla, la de este guiso cotidiano, con ingredientes que varían según la temporada. Nuestro idioma es un gran charquicán.