No mucha gente habla hoy de surrealismo, ni siquiera los estudiantes de letras. Esto no deja de ser desconcertante si uno considera la asiduidad con que el tema se daba entre nosotros hace no tantos años. De hecho, hasta había gente que afirmaba con cierto regocijo que Chile era "un país surrealista". Se suponía que una visión refractada del mundo, cercana al absurdo y a la condensación onírica, nos pertenecía naturalmente. Incluso se utilizaba el adjetivo "surrealista" para motejar cualquier situación de la vida diaria que pareciera despaturrada.
No era tan infrecuente que a uno le hablaran en encuentros callejeros sobre Arthur Cravan o Jacques Vaché, o que en el diario apareciera algo sobre Max Jacob, o que en una fiesta acaparara la atención algún abanderado de Artaud que recusaba las posiciones morales y políticas de André Breton. Además, Enrique Lafourcade solía resucitar a autores equivalentes en sus crónicas del domingo.
En un video más o menos reciente, filmado en México, Leonora Carrington dice enfáticamente: ya no quedan surrealistas. En uno de sus cuadros más conocidos se ve un caballo de juguete colgado en la muralla, detrás del personaje femenino central. En la casa de Juan Luis Martínez, en Villa Alemana, había también un caballito de juguete en la muralla, uno de esos caballos blancos de balancín que fueron tan significativos en la infancia de varias generaciones.
Ignoro si alguien ha hecho un registro de la fauna surrealista. Yo empezaría con unas especies de polillas de los
collages de Max Ernst. Un pariente en segundo grado del movimiento, Juan Emar, aportó un loro, un gato y un perro amaestrado. La misma Carrington metió en su pintura una hiena que resulta enigmática hasta la incomodidad. Quizás el animal surrealista más caracterizado sea el que protagoniza el relato "El tigre mundano", de Jean Ferry.
La experiencia surrealista fue importante para Cortázar, para Lihn, para Raúl Ruiz y para el Chico Molina. Es curioso que de un año a otro se corten a veces los puentes -o los vasos comunicantes- con tanto sigilo y con tanta efectividad a la vez. El hecho es que hay temas, tendencias, discursos extensos y espesos que pasan de moda o simplemente palidecen ante luces nuevas lanzadas con otros ángulos.
En 1984, creo que en celebración del primer Manifiesto de Breton, se hizo en el Chileno-Francés una jornada surrealista que debe haber sido la última instancia pública de esta índole. De ese momento me quedan dos recuerdos: una hilarante conferencia de Enrique Lihn en la que desmontaba los supuestos de la convocatoria; y la participación de Enrique Gómez-Correa -veterano de la Mandrágora-, a quien su compañero de mesa redonda le dio vuelta un jarro con agua en la cabeza mientras hablaba.