Las películas de Cassavetes se deberían revisar una vez al año para recordar que a veces solo basta tener claras un par de cosas para hacer buen cine. ¿Tanto así? Puede ser.
Sus películas parecen fáciles, tal como parece fácil ver jugar tenis a Federer, lo que es a todas luces una ilusión provocada por el dominio total sobre una técnica y un oficio. El cine de Cassavetes es un cine simple, directo al grano, despojado de figuras retóricas o grandes metáforas. Y sin embargo, al mismo tiempo, te envuelve y sumerge, te compromete con los personajes y te satura de emociones, de sorpresa y comprensión frente a las verdades que ahí afloran. Es un cine claro, abierto, accesible, que no exige ser entendido para disfrutarlo. Sus películas se explican -y se bastan- por sí mismas.
Cassavetes suele ser mencionado como el santo patrono del cine independiente, porque filmó en los años 60 y 70 a espaldas de los estudios, en producciones armadas entre amigos, con muchas dificultades de dinero y de distribución. De hecho, trabajó como actor en Hollywood para juntar dinero para filmar sus películas. Todo eso está bien. Pero también estuvo nominado al Oscar en tres ocasiones (una como director, otra como guionista y otra como actor) y ganó con distintas películas propias los festivales de Berlín, Venecia y San Sebastián. De manera que tampoco se trata de una figura del
underground. El verdadero valor de Cassavetes, pese a lo que se diga, no está en cómo filmó ni en cuánto gastó en sus películas; está en lo que hizo con ellas. Cassavetes se concentró en filmar, casi siempre, historias de amor. No historias de seducción, que es lo que la industria casi siempre entiende como una historia romántica, sino que matrimonios que están quebrándose ("Faces", 1968); gente que se enamora ("Minnie and Moskowitz", 1971); matrimonios que se aman bajo duras penas ("A Woman under Influence", 1974); amigos que renuevan sus lazos ("Husbands", 1970); ex parejas que aún se quieren ("Opening Night", 1977); una mujer que adopta un hijo ("Gloria", 1984); hermanos que se reencuentran ("Love Streams", 1984). Cassavetes estaba básicamente interesado en las relaciones afectivas. Pese a los candentes años en que filmaba, en sus películas apenas hay referencias marginales a la guerra de Vietnam, Nixon o política. Aunque su cine tiene calle y captura bastante del caos y desmadre de los años 70 y 80, su foco, su preocupación, son las relaciones y las formas en que ellas nos comprometen y nos atan. Esto se siente y palpa en cada una de sus películas. Por una parte está el respeto y cuidado que el director tiene por cada uno de los personajes que pone en escena, al punto de que prácticamente se niega a juzgar o condenar a ninguno. Ese respeto y cuidado es en sí mismo una lección. Pero, por otra parte, está el cariño y afecto que los personajes tienen entre sí. Si, por dar dos ejemplos, en el cine de Rohmer los personajes se están constantemente midiendo, sopesando, oliendo, y en el cine de Scorsese están atados por relaciones neuróticas, de poder y sometimiento; en el cine de Cassavetes los personajes se quieren de manera profunda e insoluble, están unidos por su historia en común o el afecto que uno despierta en el otro de manera espontánea; pueden estar hastiados, cansados o aburridos uno del otro, pero a las finales se quieren. Esta es la razón, en buena parte, de por qué el cine de Cassavetes resulta a la vez tan entrañable como intenso: pone en escena a personas que se quieren. Este cariño es un lazo, una condena y a veces también una redención. Es un amor que se siente prácticamente en cada escena y que constantemente nos reafirma que de él están compuestas las cosas que valen la pena.