Uno de mis hijos, de nueve años, pregunta a boca de jarro, en medio de la comida: "¿Para qué hacemos todo lo que hacemos si después todo se acabará?". Nos miramos con mi mujer, y dejamos de comer.
¿Tiene sentido que le respondamos? Todo lo que balbuceemos será probablemente una idea hecha, un clisé de esos que abundan para anestesiar la angustia existencial del hombre. Y ¿qué pasaría si mi hijo formulara esa pregunta en el colegio? Más allá de las burlas propias de los compañeros de su edad, ¿hay profesores capacitados para acoger las grandes preguntas que los niños traen a un mundo pauteado, de respuestas estándar? ¿Y para qué sirve la educación si no aborda a fondo las dudas y perplejidades sobre el sentido de la vida? ¿O se han convertido los colegios en meras fábricas de puntajes y traspaso de información, cuyo objetivo es producir miembros exitosos de nuestra sociedad del rendimiento y del cansancio? Si no se habla de la muerte, la vida, ¿de qué se habla en las mesas familiares y en los colegios?
Prefiero, por ahora, porque me siento incompetente para dar una respuesta sincera y a la altura de la pregunta interpeladora de mi hijo, abrazarlo. No se me ocurre nada mejor. ¿No es mejor un abrazo que una respuesta muerta? Cierro los ojos, me cobijo entre los brazos de mi niño y quisiera quedarme ahí para capear la tempestad. Porque la vida es tempestad, a veces naufragio, pocas veces remanso. Si no, pregúntele a Odiseo, el guerrero y navegante que lloró por primera vez cuando el inclemente océano le hizo perder todo, su nave, sus amigos. Fue en ese momento cuando de verdad se sintió "Nadie". Probablemente lloró y gritó, y solo lo escuchó el mar.
¿No nos dan ganas a veces de gritar al viento, de gritar en plena calle, de gritar a ese cielo que a veces nos mira impasible? La vida es tremenda, la vida es abismo y eso lo sabemos en lo más profundo de nosotros mismos, y por eso hemos construido nuestras rutinas, nuestros domicilios, para refugiarnos de lo que nos sobrepasa. No creo exagerar. La vida es un rápido por el que descendemos, y que nos da muy pocos respiros y treguas para darnos cuenta de que descendemos. Podemos preguntar (como mi hijo), gritar, llorar o cantar. Me imagino a un astronauta que haya perdido para siempre el contacto con la torre de control, flotando en el silencio aterrador del universo, y que se ponga a cantar una vieja canción, su canción preferida. Si yo fuera ese astronauta, la canción sería "like a rolling stone" de Bob Dylan. Somos ese astronauta, nuestra casa es la tierra, pero flotamos en lo inconmensurable, y la canción cuenta la historia de una piedra rodante a la deriva, en el universo.
Estamos como un personaje de un magnífico cuento de Tolstoi, perdidos, a bordo de un trineo, en medio de una tormenta de nieve. No se ve nada adelante, ni atrás, la desesperación cunde, no le sirven al aristócrata fatuo y prepotente ni su abrigo de pieles, ni su troika, ni su fiel cochero, ni sus caballos de raza. "¿En qué terminará todo esto?"-piensa- y "abriendo los ojos un instante, miro la blanca extensión que me rodea". Y el personaje tiene miedo.
Tolstoi mismo, el coloso, el ogro que amaba cazar osos y que había escrito "Guerra y Paz", una novela épica, llena de energía desmedida, vio un día cara a cara su abismo. Y en vez de meterlo debajo de la alfombra, cambió su vida, se obsesionó por responder la pregunta. Quevedo, el poeta español, creó este verso-grito: "¡Ah de la vida!, ¿nadie me responde?" Y Munch pintó "El grito". Después de preguntar ¿solo le queda gritar al hombre ante su abismo? Gritar, o llorar o cantar, pero no quedarse ahí, de brazos cruzados, como pasmados, como muertos vivientes, como si estar vivos fuera "normal" y no un viaje sideral vertiginoso, el salto al vacío más maravilloso y terrible. Sí, maravilloso y terrible. Como el abrazo de este niño que me hace cerrar los ojos y ver en su rostro un río de rostros, desde la infancia a la vejez, de rostros sonrientes y llorosos, y desbocados.