Entre "los intelectuales" no suele ser popular. Cuesta reconocer que el capitalismo de libre mercado, alias "el modelo", con su beatería hacia el emprendimiento, los negocios y la competencia, es el responsable del desarrollo económico extraordinario de las casi cuatro últimas décadas. Ese mismo modelo -basado en instituciones concretas, como la propiedad privada, la libertad de emprendimiento, la libre competencia, la no fijación gubernamental de precios, la circulación y libre acceso de bienes y servicios interna e internacionalmente- también posibilita que, acaso en el plazo de una generación, un individuo talentoso y esforzado pase de una situación de pobreza o menor bienestar a otra de mayor bienestar y afluencia. Es paradójico que ese conjunto de sabias instituciones -"el modelo"- sea convertido en un verdadero delincuente social y doctrinario. Cuesta reconocer que sus "caídas" -tropiezos propiamente económicos-, como la colusión de precios o la colusión entre políticos y empresarios que pujan para obtener privilegios, parecen ser infracciones a sus principios y lógica internos y, en consecuencia, lo confirman más bien que derogan.
Slavoj Zizek, un heterogéneo pensador neomarxista contemporáneo, al cual nadie se atrevería a tildar de derecha, sostiene que el drama de las actuales izquierdas (y para cualquiera que sienta antipatía por ciertos rasgos de la sociedad regida por aquel canalla) es que no se han podido plantear un modelo de desarrollo económico alternativo: a pesar de las quejumbres, no existe otro programa teórico que permita sostener aquellas dos promesas que los pueblos y las personas pesan, y mucho. ¿Cuáles serían, en verdad, esas instituciones concretas de reemplazo que nos conducirán a una comunidad económica de bienestar, colaborativa e igualitaria? Zizek insiste en que las izquierdas deben balancearse en el estrecho nicho de las enmiendas al modelo, procurando no cruzar la delgada e imprecisa línea a partir de la cual los cuidados del sacristán comienzan a matar al señor cura.
La sola riqueza de una nación no la convierte en una mejor nación, como tampoco el solo mayor bienestar económico no hace a las personas mejores personas. Creo, como tantos, que las dimensiones morales y culturales son más importantes que lo puramente económico. No obstante, también sería una injusta ceguera atribuirle "al modelo" y al bienestar material la raíz exclusiva de los problemas espirituales y culturales por los que nuestra sociedad atraviesa. Ese sí sería un mal modelo teórico. El odio contra "el modelo", convertido en una suerte de Moby Dick, ¿no opera acaso como velo para el descuido hacia carencias de naturaleza no económica y, por ende, más difíciles de comprender y remover?